Andrés Henestrosa y la idea de la lectura

Rodolfo Morales, Andrés Henestrosa y Francisco Toledo en Oaxaca. Fotografía cortesía de Joaquín Á. Escalante y Jorge A. Ávila.

Fugaz en sus 101 años, el escritor me dejó, de forma permanente, la idea de la lectura. Al menos de tres zapotecos tengo la visión de que la lectura —o el acto de leer— algo cambia en uno: Benito Juárez, Andrés Henestrosa y Francisco Toledo. Juárez, porque al entrar en contacto con el libro se transformó; Henestrosa, porque fue lector universal y también escribió; y Toledo porque era ágil lector y nos heredó muchas bibliotecas.

Algún secreto guarda el mundo zapoteco con la palabra y la imagen. (Y debo mencionar a Patricio Antonio López, primer zapoteco de los Valles, culto en los libros y autor del Mercurio indiano, poema épico del siglo XVIII). Pero solo hablaré de Henestrosa, por ahora. Lector clásico y con un estilo particular en su escritura, Henestrosa no nació para ser político, en su insistir se equivocó; no era otro Juárez, sino un hombre de poesía, y eso lo llevó a contraer un compromiso consigo mismo, no con las masas. Pero su verbo, su oralidad memorística cautivaba al poder, tanto que lo mimetizó. En Henestrosa se produjo el gran encuentro del rico mundo de la oralidad —con una tradición mítica mexicana— con la lectura clásica griega, que fue lo primero que nuestro personaje leyó. Salió para ello del punto de origen: Ixhuatán, en el Istmo de Tehuantepec, y fue al centro cultural de este país, la Ciudad de México, justo en la década siguiente a la Revolución, quizás el momento cumbre de la cultura mexicana, cuando otro oaxaqueño ilustrado ponía como esencia cultural al libro, pero no cualquier libro, sino el clásico, y a la lectura en castellano como lengua universal nuestra.

Nació en 1906 en Ixhuatán. Era de familia zapoteca y sangre huave, con la memoria dispuesta al mito zapoteco, a la oralidad. Cuando se carecía de dinero inmediato se recurría al trueque o al intercambio y el capital estaba a la distancia. Pero si algo abundaba era la riqueza oral: el zapoteco, el huave, el náhuatl, el zoque, el castellano antiguo. El tesoro del niño fue el sonido de las palabras, la música, la metáfora, el mundo poético de los binniguláza, los dioses nacidos de las nubes. Ahí surgían todas las historias, mitos y leyendas, mentiras o cuentos, aventuras y héroes, pero nada de eso estaba escrito, como lo habría de leer de los libros del mundo griego. O sea, se produjo en su interior el encuentro de dos culturas y casi las mismas: la suya, no escrita, y la universal, escrita. La fuente primaria de la que se nutrió, pues, fueron los clásicos griegos y latinos; rodeado del ambiente de renovación cultural, en el centro del país, descubre su propio bagaje: que lo suyo también era la capacidad literaria, escribible.

Nació el lector y luego el escritor, pero, sobre todo, surgió un estilo, el del narrador poético de una lengua viva, de una mitología actual.

Cada quien es su estilo, y Henestrosa fue como una especie de Homero memorioso dentro de una épica zapoteca del mundo mesoamericano. Se expresó en español, o castellano, enunciando dos espíritus, el universal y el local, y siempre estuvo dispuesto a trasvasar ese estilo propio. En cuanto se hizo lector contó lo que sabía, y lo hizo en tono poético y musical; no le faltó el impulso de escribir y de pronto ya tenía el libro publicado: a los 23 ya era escritor, un joven indígena autor de Los hombres que dispersó la danza; es desde este título cuando se le nota el don narrativo. Pero la fuerza cultural de la Revolución se vio afectada por las luchas políticas, de tal manera que en la siguiente década decayó: hubo un deterioro intelectual, un aplastar la lectura; entonces, los líderes culturales y la voz indígena fueron expulsados del poder. La cultura fue paraíso durante apenas una década, y al perderse el impulso vino la domesticación. De la primera, auténtica, fundacional, original lectura, vino la salvación de leer y escribir en la sociedad de los expulsados, mientras la otra era la de los privilegiados y dueños del futuro. El indio se ocultó entre los blancos y, para su fortuna, supo que la lectura le daba un lugar y un privilegio frente a la masa analfabeta. Como una condición: Tú sí, pero los otros no. Sin duda, su pasión fueron los libros, pero, aún más, la palabra. Tuvo bibliotecas de libros nuevos, suyos y de los otros; las formó a partir de registrar las librerías de viejo. Henestrosa fue un solo ser con el Centro de la Ciudad de México,
donde un día, con Vasconcelos, conoció el libro y lo hizo suyo. Fue lector nacido de la Revolución, encantado absoluto de su encuentro y hallazgo; a Henestrosa la lectura lo cambió, eso es totalmente cierto, por fortuna o por circunstancias.

Tal impulso parece una especie de prohibición actual, ¿por qué seguimos leyendo en un promedio tan miserable? Coincide el autor ixhuateco con Alfonso Reyes en eso de que no seremos realmente mexicanos hasta que la palabra no nos una. Es decir, la lectura nos hace. Y sí, pero cuando el futuro no sea solo de algunos. Hoy el indígena se recalca en la palabra, en el concepto; pero en el tiempo de Henestrosa, en los años veinte, no, sino que se hablaba de un ciudadano, un mexicano que vino en decadencia hasta hablar de literatura indígena, volviendo a separar lo que antes se quiso en la unidad y no en el concepto. Henestrosa no fue un lector indígena, sino universal: escribió en castellano con espíritu local —zapoteco— y en esa imbricación está la novedad, de tal manera que para nosotros seguirá siendo el más universal. En todo momento el nombre de Andrés Henestrosa suena a libros, bibliotecas, lectura, literatura y música. Dejó una lección: leer, leer, leer. Es curioso que su legado cultural, su condición lectora y de bibliotecas ahora se encuentren en la Ciudad de México, en Oaxaca y en Ixhuatán, y que su calidad sea nacional. Las personas, los libros y también las bibliotecas cumplen años, excelente sería celebrar los años de lectura, de las y los lectores.

¡Felicidades, Biblioteca Andrés Henestrosa!


Biblioteca Henestrosa

Fotografías cortesía del Archivo de Casa de la Ciudad

El edificio que actualmente ocupan la Biblioteca Andrés Henestrosa y la Casa de la Ciudad está ubicado en el centro histórico de Oaxaca de Juárez, en la calle Porfirio Díaz 115 esquina con Morelos, y es propiedad del Municipio. Se trata de una casona del siglo XVIII que con el paso del tiempo fue modificada en múltiples ocasiones. El estado de deterioro en que se encontraba merecía una intervención profunda. La Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca y el Ayuntamiento de la ciudad unieron esfuerzos para lograr su restauración.

Llama la atención que la calidad formal de las edificaciones en el centro histórico de la ciudad de Oaxaca se debe no tanto al valor individual de las casas, sino al tejido y articulación de estas, lo que le otorga un valor de conjunto, cuadra por cuadra. Esta arquitectura, desarrollada durante centurias, ha permitido una evolución de los procesos constructivos al adaptarse siempre a las condiciones físicas de la región en la que se inserta y a utilizar los materiales más cercanos y al alcance. Esta lenta depuración, generación tras generación, ha hecho la diferencia entre una mera construcción y lo que es una buena arquitectura. Alvar Aalto decía que su trabajo tenía significado cuando podía introducir una pequeña mejora en una solución tradicional.

Es importante estudiar la forma en que están colocados los materiales constructivamente y la manera en que están organizados los espacios, así como la disposición de los elementos arquitectónicos para atender las características ambientales. La relación entre vanos y macizos, la existencia o no de grandes cornisas y aleros, la forma en que se constituyen las techumbres, etc. Debemos analizar esta arquitectura y apreciar la sabiduría con la que se adapta al medio.

Las casas tradicionales oaxaqueñas suelen estar constituidas por crujías que recorren el perímetro del predio y crujías transversales que fraccionan el espacio en uno, dos o más patios. Alrededor de estos se erige una segunda crujía delimitada por columnas o pilares para conformar un espacio intermedio entre el área abierta del patio y la cerrada de las crujías perimetrales. Este espacio, que no es interior ni exterior, es quizás el más importante de una casa, y es donde se desarrolla la mayoría de las actividades colectivas. Los patios se comunican entre sí a través de un corredor.

En la entrada hay un zaguán que comunica a la calle con el corredor del primer patio y puede tener accesos laterales hacia las habitaciones adyacentes. Antiguamente, las habitaciones de la casa se encontraban rodeando al primer patio: sala, comedor y recámaras, y en el segundo patio, en general, se encontraban otro tipo de dependencias asociadas al servicio: cocina, bodegas, cuartos de servidumbre, letrinas, placeres y caballerizas.

Fotografías cortesía del Archivo de Casa de la Ciudad.

Al analizar la fachada de las casas tradicionales, la relación que se observa entre vanos y macizos indica que es mayor la cantidad de estos últimos. Cada una de las habitaciones en el interior va a tener, por lo menos, una ventana. Si es un espacio más amplio, serán dos ventanas las que tenga cada uno de los cuartos, y ese sería el ritmo de acomodo de ellas. También notamos que las ventanas oaxaqueñas que dan a la calle tienen un pequeño marco que rebasa el paño exterior y que su parte inferior está por encima del nivel del suelo formando un espacio con características de balcón. Para acceder a él hay que subir uno o más escalones. Sobresale una reja que lo protege. Este lugar privilegiado constituye también un espacio propio entre el interior y el exterior; permite asomarse, ver hacia ambas esquinas, vislumbrar la calle y la perspectiva de ésta.

El clima del lugar y la cultura determinan la arquitectura. Basta comparar una ventana oaxaqueña con una ventana-balcón en Cartagena de Indias o en San Juan, Puerto Rico, donde éstas se convierten en balcones de los que la gente sale, se comunica de acera a acera, platica. No es así en la ventana oaxaqueña, que permite asomarse sin estar en la calle propiamente.

Nos habla de una sociedad más introvertida que las sociedades tropicales donde se chismea mucho más abiertamente. Estas sutilezas, estas pequeñas diferencias entre los elementos arquitectónicos de uno y otro lugar son las que reflejan el carácter de cada sociedad y las especificidades que hacen de cada sitio un lugar único. La observación es importante como punto de partida de cualquier intervención; conocer a profundidad cuál es la intención con la que está construido cada elemento, pieza y material es fundamental para poder comprender a cabalidad la esencia del edificio.

Cuando el municipio de la ciudad de Oaxaca y la Fundación Alfredo Harp Helú tomaron la determinación de rescatar la casa ubicada en la esquina de Porfirio Díaz y Morelos para ponerla al servicio de la comunidad, estaba en un grado avanzado de deterioro y había sufrido múltiples adaptaciones según las necesidades de los ocupantes. Solo en el siglo XX albergó a la Escuela Normal para Profesores, al Hotel Segarra, al periódico El Fogonazo, a la papelería Quetzalcóatl y, a partir de 1989, a distintas dependencias del Ayuntamiento de la ciudad de Oaxaca; entre otras, Tránsito Municipal. Una de las crujías del segundo patio, la que hacía colindancia con la casa contigua hacia el sur, se perdió y pasó a integrarse a Casa Víctor; también se perdió parte de las delimitaciones del segundo patio del lado norte hacia la calle de Morelos.

Son múltiples las causas del deterioro de un edificio: físicas y ambientales; adaptaciones inadecuadas por el cambio de uso; falta de mantenimiento; incuria, abandono y vandalismo. Todas estas causas, lamentablemente, afectaron de múltiples formas la estructura y fisonomía del inmueble. Los lineamientos que se siguieron para la rehabilitación estuvieron dirigidos a recuperar las características originales del edificio, en su tipología, materiales y procedimientos constructivos. La recuperación de sus cualidades formales fue más importante que las adaptaciones de detalle para recibir los nuevos usos programados.

Destaco como parte del proceso de la definición de uso del edificio la presencia de Sebastián van Doesburg, quien abogó por el concepto de un centro de investigación sobre la ciudad, más que un museo. Su labor como primer director de la Casa de la Ciudad fue fundamental para arraigar este centro a la comunidad. También reconozco el trabajo de Benjamín Ibarra en el equipo de proyecto y obra como un apoyo importante.

Fotografías cortesía del Archivo de Casa de la Ciudad.

En términos generales, las acciones más significativas de la intervención fueron el retiro de todos los elementos que distorsionaban la tipología original —estructuras de concreto y ladrillo que invadían el segundo patio y la doble altura de la escalera—, lo que permitió apreciar los patios y la escalera en su magnitud original. Restitución de todo el sistema constructivo del piso intermedio y la techumbre, incorporación de nuevas vigas de maderas nobles con la misma sección y manteniendo las separaciones originales. Este trabajo fue el más importante de la recuperación de la casa, puesto que permitió la rehabilitación de procedimientos estructurales del siglo XVIII: con ello se logra apreciar la calidad constructiva de la edificación. Un ejemplo de ello es la restitución del balcón exterior que recorre la fachada principal sobre la calle de Porfirio Díaz, que fue hecha con el mismo tipo de piedra y en su forma y magnitud original, reproduciendo todas las ornamentaciones que se perdían debido al desgaste por agua que amenazaba con el colapso de este elemento.

Otras acciones que se desarrollaron en la intervención podrían dividirse en distintos aspectos. Muros: la consolidación de muros; la recuperación de los vanos originales y cierre de los alterados; retiro y tapiado de puertas y ventanas posteriores. Aplanado de la totalidad del edificio. Impermeabilización de la cimentación. Pisos: retiro de pisos no originales, recuperación de los pisos y niveles originales, restitución de los faltantes en material, forma y dimensiones auténticas. Rehabilitación del sistema de canalización de aguas pluviales. Incorporaciones: piso de cemento blanco pulido en el interior de los cuartos; nuevo sistema eléctrico y de iluminación; iluminación museográfica; nuevo balcónpuente para llegar a los baños; nuevo diseño en madera de ayacahuite en puertas y ventanas exteriores e interiores, así como estanterías y mobiliario en la Biblioteca Andrés Henestrosa.

En última instancia, el respeto a la integridad del edificio y la recuperación de esta integridad perdida por las deformaciones que sufrió a lo largo de los años fueron los criterios que guiaron toda la intervención. Esta vieja casona al servicio de la ciudad puede presumir de tener íntegros sus materiales y procedimientos constructivos tradicionales.


A Henestrosa con afecto

Por más amplio y diverso que sea su catálogo, una biblioteca personal es siempre la expresión del lector que la formó. La selección de los títulos podrá implicar gustos, tendencias generacionales, afinidades ideológicas, caprichos estéticos o simples curiosidades, y si este lector es además un escritor, el acervo revela también ciertos rasgos del oficio literario. Al caminar entre las estanterías, algún visitante puede extraer cualquier tomo al azar, abrirlo desde la portadilla y hallar algún autógrafo, una dedicatoria o comentario que nos descubra, en cierto modo, el mundo en el que se movía este lector llamado Andrés Henestrosa.

Hay, por ejemplo, una edición publicada en 1951 de Canto general, canónico poemario de Pablo Neruda, autografiado por el poeta chileno con un tono claramente afectuoso que incluye a la familia del escritor de Ixhuatán: “Para Andrés, Alfa y Cibeles, su amigo de todos los tiempos”. Referencias a largas amistades aparecen también en la portadilla de Las vueltas del tiempo, de Agustín Yáñez: “En el recuerdo de cara de niño, cuando te conocí; en la sucesión de imágenes y espejismos”. Y en Return Ticket, colección de prosas narrativas, Salvador Novo lleva la cuestión del tiempo hasta la hipérbole: “ desde los tiempos remotos hasta siempre”.

Otros autores muestran una cordialidad más bien fría, como Octavio Paz y Luis Cernuda, quienes escribieron, letra por letra, la misma dedicatoria en El ogro filantrópico y La realidad y el deseo, respectivamente: “A Andrés Henestrosa, su amigo…”. En una época en la que muchos literatos eran también funcionarios públicos, este tono diplomático se repitió con algunas variantes en otras dedicatorias redactadas de puño y letra por sus autores, y en ciertos casos la corrección política supera las demostraciones de afecto, como en lo anotado por Mario Moreno “Cantinflas” en su primera y (afortunadamente) única novela, Su excelencia: “Para el lic. Andrés Henestrosa, con toda mi estimación”.

Caso distinto es el de Elena Poniatowska, cuya dedicatoria registrada en un ejemplar de Hasta no verte Jesús mío, menciona a Alfa, esposa de Andrés, y asegura que “se acuerda harto” de ellos cuando escucha hablar de Tehuantepec. Poniatowska se tomó el tiempo de decorar la portadilla dibujando series de flores con un plumón. Por su parte, Torres Bodet, al firmar un ejemplar de su libro Rubén Darío, expresa elogios sutilmente exagerados: “Al afamado ensayista, antiguo dueño de mi admiración”.

Hay un libro titulado Renato Leduc y sus amigos que, en efecto, aborda la vida social de Leduc. La autora, Oralba Castillo, dedica unas sencillas líneas a Henestrosa: “Con el gusto de compartir con usted este trabajo”, pero el gusto no fue compartido. En la misma página, debajo del autógrafo, Henestrosa apunta: “Pésimo libro, plagado de faltas de ortografía, ¿cómo puede una persona escribir algo así y publicarlo?”.

En efecto, a veces Henestrosa hacía anotaciones en los libros de su biblioteca para comentar un texto o criticarlo, para contar alguna vivencia cotidiana (como si la biblioteca fuera un diario íntimo), o para dar fe de los orígenes del tomo. En un ejemplar de Palindroma, colección de artificios literarios escritos por Juan José Arreola, hay una dedicatoria anotada por este autor en la página 3, con fecha 1978: “A Víctor, con el afecto de su tal vez más viejo amigo”. No se sabe quién es Víctor, pero en la página 2 se lee una nota posterior de Henestrosa: “Adquirido, como obsequio de V.G.A, hoy, sábado, 2 de dic. de 1985. Las mías serán tan buenas y tan amorosas como las manos de su primer dueño”.

Así, entre elogios y autoelogios, amistades largas, cordialidades frías, críticas demoledoras y meros comentarios al margen, estas notas escritas con bolígrafo y letras apresuradas, muestran ciertos rasgos en la personalidad de lectores y escritores, que de otro modo serían imperceptibles.


Los libros antiguos de la Biblioteca Henestrosa: un repaso

Como ya han anticipado o inferido los lectores a partir de los distintos textos que se presentan con motivo de la celebración del vigésimo aniversario de la Biblioteca Andrés Henestrosa, algunas participaciones giran alrededor de una colección creada por una persona extraordinaria. Inaugurada en vida del célebre escritor, político, lingüista, periodista e historiador oaxaqueño, la biblioteca congrega en sus estanterías obras que en su momento fueron de interés del poeta y que, debido a su posición dentro del mundo de la cultura y la política, fueron incrementándose con los regalos hechos por sus amigos y conocidos.

Dentro de este repositorio existe una esfera muy particular reservada a los libros antiguos adquiridos por el escritor, que, posteriormente, se iría enriqueciendo con la adición de otras colecciones particulares que han encontrado en la Biblioteca Henestrosa su acogida final y que Adabi tendría el gusto de conocer, valorar y tasar. Un total de setenta y dos títulos conforman este grupo de libros denominados antiguos y considerados por los expertos como aquellos impresos hasta el término del siglo XVIII. A la colección inicial formada por el bibliófilo nacido en San Francisco Ixhuatán, se fueron sumando otras obras con las mismas características, como las de la Colección Martínez Vigil, que enriquecieron el acervo inicial.

El libro más antiguo que se resguarda en este fondo forma parte de la Colección Pedro Delint; fue publicado en 1613 por Argentorati y lleva por nombre Theatrum chemicum, præcipuos selectorum auctorum tractatus de chemiæ et lapidis philosophici antiquitate, veritate, jure, præstantia, & operationibus, continens: in gratiam veræ chemiæ, et medicinæ chemicæ studiosorum (ut qui uberrimaminde optimorum remediorum mesem facere poterunt) congestum, in tres partes seu volumina digestum; singulis voluminibus, suo auctorum et librorum catalogo primis pagellis: rerum verò & verborum índice postremis annex. Se cuenta también con un ejemplar impreso por Diego Fernández de León en 1692, la obra de Juan Martínez de la Parra: Luz de verdades católicas: segunda parte: de la explicación de la doctrina cristiana en que se contienen los mandamientos de decálogo que siguiendo las costumbres de la cassa professa de la Compañía de Jesús de México todos los jueves del año ha explicado en su Iglesia el P. Juan Martínez de la Parra professo de la misma compañía, al muy ilustre Señor D. Carlos de Luna y Arellano Mariscal de Castilla, Señor de Ciria y Barsobia, Maestre de Campo general deste Reyno de la Nueva España.

Las imprentas madrileñas tienen un lugar particular en este fondo, ya que de ellas salieron, en distintos tiempos, cincuenta de los títulos aquí resguardados, entre los que destacan las Obras espirituales […] de San Juan de la Cruz (1703), la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias (1756), los Autos sacramentales, alegóricos y historiales […] de la pluma de Calderón de la Barca (1759), o las obras de Juan de Palafox y Mendoza (1762), incluyendo también a La Araucana de Alonso de Ercilla (1776), así como varios títulos de Benito Jerónimo Feijoo como el Teatro Crítico Universal […] o las Cartas eruditas y curiosas […] (1777 y 1778), las Novelas ejemplares de Cervantes (1783) o la Medicina doméstica de Buchan (1785); también existen entre los anaqueles las Noticias americanas […] de Antonio de Ulloa (1792) y la Historia del Nuevo Mundo de Juan Bautista Muñoz (1793).

Si bien los títulos impresos en la Nueva España son menores en número, no por ello son menos señeros, es el caso de la obra de Diego Bermúdez de Castro, Theatro Angelopolitano o Historia de la Ciudad de Puebla (1726), o la Métrica historia de la milagrosa aparición de nuestra señora de Guadalupe de México (1756); se resguardan dos vocabularios, el de Carlos de Tapia Zenteno: Noticias de la lengua Huasteca […] (1767), así como el de Pedro de Arenas: Vocabulario manual de las lenguas castellana y mexicana […] No debemos olvidar dentro de esta lista novohispana los Elementos de orictognosia, ó sea, Mineralogía, ó, Del Conocimiento de los fósiles […] que Andrés del Río escribiera para el Real Seminario de Minería en 1795. Y, finalmente, como título que señala el cambio de los tiempos resalta la Historia del clero en el tiempo de la revolución francesa (1800).

Complementan a las casas editoriales madrileñas y mexicanas otras establecidas en Barcelona, Buenos Aires, Londres y Roma, con la única obra de arte del repertorio de los libros antiguos resguardados en la Biblioteca Henestrosa: Sculture del Palazzo della Villa Borghese detta Pinciana (1796).

Los títulos de estos libros antiguos oscilan, en mayor medida, entre los temas de poesía, historia, novela española, religión, derecho, y, en menor medida, medicina, escultura, filosofía, lingüística y gramática; predomina el idioma español, aunque también es posible ubicar títulos en francés y latín.

Sirvan estas líneas para recordar la vocación humanista de Andrés Henestrosa y difundir esta parte de su personalidad reflejada en los libros que adquirió para su estudio y regocijo personal. Aunque muchos de estos títulos pueden ser hallados en otras bibliotecas nacionales e internacionales, siempre será un placer saber que es posible tener al alcance, bajo los canales adecuados, un libro ojeado por el mismísimo Henestrosa.


Discurso de Jacobo Zabludovsky en la comida de Don Andrés Henestrosa*

Si quiere encontrar a Andrés Henestrosa búsquelo en San Ildefonso, esa calle tan corta en pasos y tan larga en historia. Lo hallará entre los fantasmas y la leyenda, metido en cuentos y apariciones con aquellos estudiantes que intentaron evitar en 1929 el extravío de la Revolución y la ruina de la mística. Ahí encontrará al adolescente recién bajado del tren a la ciudad de los tiempos azules, a otro mundo que intenta descubrir. Búsquelo entre las sombras de Antonieta, de Frida, de Elvira, de Adelina y de Pita, la frágil licenciada Vidriera que no se dejaba tocar, temerosa de quebrarse. Déjelo recoger las palabras perdidas de quienes apostaron todo a Vasconcelos y todo lo perdieron. Estarán con él Germán de Campo, los hermanos Magdaleno, Salvador Azuela, Alejandro Gómez Arias, Herminio Ahumada, Andrés Iduarte, Juan Bustillo Oro, Manuel Moreno Sánchez, Abraham Arellano, Baltasar Dromundo, Ciriaco Pacheco Calvo. Lo verá como es, de tezontle y cantera, a imagen y semejanza de la calle donde la Universidad obtuvo su autonomía y México perdió su oportunidad.

Vendrá sonriente si es temprano en la mañana, cubierto de besos frescos de las meseras del Patio de los Azulejos. Tal vez habrá pasado ya por su biblioteca personal de la calle de Motolinía. Déjelo hablar de las doncellas que lo atienden en sus castillos, de las cómplices de sus amoríos, de sus memorias de alcoba y de sus andanzas de mujeriego socarrón. Llegará un momento en que usted tendrá que preguntarle a qué hora le dejaron tiempo para escribir tanto como ha escrito: además de sus libros, más de veinte mil artículos, y poemas, canciones, corridos. Alcáncelo antes de que se pierda al azar por sus calles de Argentina o de Guatemala en busca de un café de chinos; comparta con él el placer de caminar y perderse, de regresar a la cantina, de evocar a sus amigos muertos. Todos muertos. Diego, Orozco, David y Rufino, Dr. Atl, Montenegro, Rodríguez Lozano. Y escúchelo hablar con Pedro Rendón, el último loco del barrio, astrólogo, poeta, pintor y, claro, candidato a la presidencia. ¿Último loco, dije, de Pedro Rendón? No, el último loco nació a mediodía, la hora en que vienen al mundo los locos. Según Adolfo Castañón, ese 30 de noviembre de 1906 su madre lo parió con prisas. Cuando su padre llegó con la comadrona, Martina ya le había cortado el ombligo con la mano del metate.

Sígale los pasos y conocerá sus viejas querencias, Porrúa y Robredo, las librerías de viejo y usado en Argentina, Guatemala, Donceles, la Secretaría de Educación y su Escuela Normal. Quizá llegue a la calle de Bolivia donde vivió en una vecindad poblada por la noche de maullidos de gatos y gatas; le dirá Andrés: “sobre todo de gatas, cuyas quejas, lamentos, llamados, pude conocer y traducir en todos sus significados”.

Lo llevará al Taquito y lamentará la ausencia del café de Alfonso, frente a la Facultad de Derecho o el Prendes, pero se consolará en La Ópera o en El Gallo de Oro. Todos los lugares son suyos: el Danubio y las Cazuelas y todas las plazas son sus asientos. Indianilla y los agachados.

Si lo encuentra por la tarde, cuando el sol levanta la sombra de la Preparatoria sobre la miscelánea La Pachuqueña y la vieja Escuela de Jurisprudencia enciende alguna luz, no se aleje mucho de él. Seguirá siendo, cuando la oscuridad lo confunda con su propio recuerdo, el vecino más cómodo de esa calle. En la oscuridad escapará, volverá a su hornacina que lo espera en cada esquina para esconderse en otra noche secreta. En uno de esos nichos esquineros tendrás, Andrés, tu tumba, si quieres, cuando te quieras morir. Pero no hay apremio. Se equivocó la húngara que marcó tus años en 6 veces 14. Tú aspirabas a 6 veces 15. Hoy cumples 10 veces 10 y aún hay sol en las bardas.

Ha sido cronista de su ciudad. Al fin Henestrosa es apellido también del Marqués de Santillana y los dos Garcilasos. Protagonista y caminante, uno más como cualquier otro. Su vida es el conjunto de su obra y cuando el ruido de sus pasos deje de escucharse en San Ildefonso algunos sabrán, gracias a él, cuánto amor hizo caber en tan pequeño espacio.

Querido Andrés: conservo entre mis libros algunas primeras ediciones, volúmenes conmemorativos o raros de tu obra extensa y diversa. Acudo con frecuencia a esas páginas para aprender, recordar y disfrutar otra vez. Encuentro muchos volúmenes dedicados. En uno me llamas “Constante lector y amigo”, en otro “Más que mi historia, mi leyenda. Enriquécela. Un cariñoso abrazo”. En tu rara excursión por el Museo Nacional: “A Jacobo, con cariño de siglos” y en Carta sin sobre “Con renovada amistad y nuevo cariño”. En Los hombres que dispersó la danza: “Cada día más amigo”, y en una biografía que de ti hace Adán Cruz Bencomo: “Esta no es mi historia sino mi leyenda, mi mito, mi fábula, lo que quisiera ser…”. Tu letra, Andrés, se hace ilegible, espero que hoy tú mismo me la leas porque en este caso, como en todos, tus ideas son mucho más brillantes que tu caligrafía. En la última palabra de esa dedicatoria recuperas la capacidad de hacerte leer: “Cariñosamente”. Lo mismo te digo hoy, cuando cumples cien años: Cariñosamente recibe el amor fraternal de quien te admira y te respeta: el más humilde de tus amigos.

Noviembre 2006

* Texto publicado en la Revista de la Universidad de México, 35 (enero 2007): 20-21. Disponible en https://www.revistadelauniversidad.mx/download/87e46488-debd-4cf0-a190-db9b6faced54?filename=al-encuentro-de-andres-henestrosa. La Biblioteca Andrés Henestrosa resguarda una copia del discurso que cuenta con una dedicatoria dirigida al célebre escritor oaxaqueño.


La Biblioteca Andrés Henestrosa un organismo vivo

En la FAHHO, las bibliotecas son una esperanza: una apuesta al futuro por ser lugares de formación, crecimiento y acceso al conocimiento. Por un lado, son espacios donde se adquieren nuevos saberes, pero también se convierten en lugares de pertenencia, de convivencia con otros lectores o personas interesadas en los mismos temas. Se crea una comunidad entre los asiduos asistentes. Una biblioteca puede tener diferentes significados para cada persona, algunas localizan los libros que les permiten estudiar, resolver las tareas o disfrutar de la lectura, otras encuentran vivencias personales que los motivan a tomar nuevos caminos por recorrer. Se convierten en espacios afectivos, como el lugar donde una madre leyó el primer libro a su bebé o donde sabe que puede dejar a su hijo y no solamente estará en buen resguardo, sino que aprenderá algo nuevo. También pueden ser un refugio donde la persona se aleja de sus problemas personales. Recuerdo múltiples ejemplos que me ha contado el personal de las bibliotecas que hablan de muchachos que encontraron paz al interior de sus salas. También pueden representar el espacio en donde se maduró, donde se adquirieron los conocimientos que le permitieron a una muchacha terminar su carrera o a un joven aprender poesía, escuchar jazz, escribir un ensayo o descubrir la pieza clave de su investigación. Las bibliotecas son espacios de genuina libertad, uno está ahí porque quiere.

La Biblioteca Andrés Henestrosa tiene múltiples significados para mí; compartí desde la emoción de la posibilidad de su creación hasta la concreción de un sueño hecho realidad, vi de cerca los cambios en el inmueble que la recibiría, la manera en que el edificio fue recuperando poco a poco su esplendor. Tenía tantas añadiduras que ya no era posible ver su belleza. Hasta que por fin llegaron los libros: se instalaron en los estantes, se cubrieron de saberes para abrazar a los lectores y, finalmente, se inauguró la Biblioteca. La casa no estaba llena, sino repleta de personas dentro de las cuales se distinguían múltiples mujeres istmeñas vestidas con sus trajes tradicionales de una hermosura excepcional. Todas querían ser partícipes, estar con el maestro de las letras de su tierra, saludar al gran escritor, acompañarlo el día de su cumpleaños con ese festejo tan extraordinario. El Istmo se hizo presente en la capital del estado y ese día, 30 de noviembre de 2003, la Biblioteca Henestrosa comenzó a existir, se convirtió en un organismo vivo que ha crecido con los seres que lo habitan, tanto los vivos como los que ya no están con nosotros, porque son recordados día a día, con cada experiencia de lectura, con cada poema, cada verso leído en voz alta. A partir de su creación, en la Henestrosa no han parado las presentaciones de libros, las exposiciones, los talleres, conciertos, se ha convertido en un lugar de acceso a la cultura, donde muchos jóvenes y no tan jóvenes han pasado días formidables en compañía de los libros y de los apasionados por la lectura.


Testimonio al margen de los XX años

No puedo separar el desarrollo de mi quehacer artístico de la Biblioteca Henestrosa. Hace poco más de quince años presenté en su patio mi primer libro. Me acompañaron en la mesa mi amiga, la poeta Rocío González, y mis amigos Ernesto Lumbreras y Carlos Ramírez Sorroza (aka Charly A. Secas). Entonces, mi hija Valentina tenía un par de meses de nacida y cuando le dediqué mi lectura ella gritó, desde el fondo del recinto, como si de alguna manera secreta entendiese que ese libro lo había provocado ella y que tenía que dar su aprobación para que yo lo compartiera.

De ahí en adelante he cultivado amigos y hecho travesuras en esa biblioteca. He pintado sus paredes con poemas —adentro y afuera—, presentado muchos libros —más de otros que míos—, impartido talleres, investigado, bailado, bebido, reído, expuesto, leído, platicado… una vez creo que hasta medio canté con Anne Waldman. He proyectado videos, diseñado carteles, dado conferencias, hecho performances y curadurías; he ido a proyecciones de películas, recitales, lecturas, presentaciones de libros y exposiciones. Mis hijos aman la Biblioteca, no les es un lugar extraño, sino que forma parte de su cotidiano.

Cuando empecé a escribir tenía una idea errónea de la literatura —también de muchas otras cosas— y aunque no creo haber cambiado mucho, ya con más de veintitantos años en este brete, ahora sé que el campo literario es muy extenso. Escribir no es nada más escribir y leer… eso se puede hacer de muchas formas. Entendí que una biblioteca no es el lugar en el que se guardan libros, eso es solo un pretexto: una biblioteca es algo mayúsculo, un lugar que ilumina, no como un faro, sino más como una fogata, un lugar de reunión, un lugar seguro, un espacio en el que uno puede llegar a calentarse las palmas de las manos en un día frío y compartir su vida.

Doctora María Isabel, Freddy Aguilar: grazie tante.


La Biblioteca Henestrosa: 20 años

En el año 2011 impartí mi primer taller en la Biblioteca Henestrosa: Literatura Estadounidense: de la Colonización a la Época Contemporánea. El cartel contenía una imagen del activista Martin Luther King, Jr. junto con una lista de los autores que estaríamos leyendo. Poco sabía que ese esfuerzo, que me permitió compartir la tradición literaria de mi país natal, representaría solo el inicio de una larga colaboración con la Biblioteca que llegaría a ser decisiva en mi trayectoria cultural en Oaxaca.

Al año siguiente, además del taller “En el cruce: teatro y cine norteamericano” en el que analizamos obras de teatro que luego se convirtieron en películas, arrancamos una tradición que habría de durar más de una década (y contando): el taller de verano de cuento corto. Combinando lecciones teóricas, el estudio de cuentos del acervo mundial y ejercicios prácticos diseñados para que cada participante salga con un cuento propio; pronto, el taller se convirtió en el campo de entrenamiento de una nueva generación de cuentistas en Oaxaca. De este espacio surgió un colectivo, los Cuenteros; del colectivo, una editorial, Matanga. Y justo en 2022 Matanga TallerEditorial publicó el libro de cuentos El bastardo, de Azarel Doroteo Pacheco, oriundo del pueblo de Asunción Tlacolulita que formó parte de esa primera generación del taller en 2012. Este año Matanga publicará la antología bilingüe de cuento contemporáneo oaxaqueño De chile, mole y pozole, que incluirá textos de más veteranos del taller: Ainda Dobarro, Claudia Díaz Jiménez, Pedro Rivera, Eduardo Ismael, Gayne Rodríguez Guzmán, Liana Pacheco, Claudia Burr y Carolina Peña.

Además de los talleres —recuerdo con especial cariño nuestras exploraciones por la literatura británica e italiana, la encrucijada de literatura y música, la literatura experimental y la literatura de los oprimido —la Biblioteca Henestrosa ha sido una casa fuera de casa, abriendo sus puertas a nuestras múltiples iniciativas: ciclos de cine, lecturas y presentaciones de libros. Ahí estrené mis libros Interrumpimos este programa, Sinfonía #1 y Viaje a Monpratior. Incluso un cuento de ese último —“La última y buena noticia sobre Haroldo Conti”— tiene lugar en la biblioteca. Ahí mis estudiantes tuvieron sus primeras experiencias de presentarse ante un público. Ahí, también, lamentamos la muerte del poeta José Molina, uno de mis primeros amigos en Oaxaca.

En un contexto en el que gran parte del centro histórico de Oaxaca se vuelve cada vez más inaccesible, poder contar con la Biblioteca Henestrosa significa mucho para mí y para tantos otros. Y vaya que sería difícil encontrar un edificio más hermoso donde tomar un taller, ver una película, concierto o muestra, o sencillamente pasar un rato leyendo. Recuerdo tantas mañanas encadenando mi bici para ir a conocer a un nuevo grupo en el salón, tantas noches en el traspatio después de un evento u otro con un agua o un tentempié en la mano, tantos momentos de felicidad frente a la pantalla o el pizarrón blanco. Larga vida a la Biblioteca Henestrosa: que dure otros veinte años y más.


La Biblioteca como personaje: Andrés Henestrosa a través de su legado

Fotografías cortesía del Archivo Tres Ríos.

Lo conozco, sin realmente haberlo conocido. Muchas han sido las anécdotas de su persona y me las imagino como esas escenas de reuniones familiares, con los colores, peinados y vestimentas propios de una época anterior. Don Andrés sosteniendo un libro, una copa, un sombrero, siendo abrazado por Zabludovski, por Toledo, visto con condescendencia por Alí Chumacero. Pero nada de eso lo viví realmente.

Lo sé por las anécdotas que se cuentan en la Biblioteca Henestrosa. Lo sé por lo que cuelga de las paredes en su ahora veinteañero recinto, por las anotaciones de los libros —legado de don Andrés—, por las dedicatorias que le han dejado en la página inicial, por lo que me cuenta el director de la biblioteca, Freddy Aguilar: sus experiencias desde que vio la casa-biblioteca en la colonia Las Águilas, la catalogación de los libros, el embalaje, el transporte de este legado a su actual casa. Luego, al ver las fotos de la inauguración que muestran a un Henestrosa firmando autógrafos y dedicando libros, hablando con las personas y personalidades presentes en ese instante; riendo y regocijándose.

Después, ya in situ, todo ese pneuma henestrosiano ahora está materializado en lo que ocurre cotidianamente en la biblioteca: las presentaciones, los talleres, las conferencias, las proyecciones, las pláticas de pasillo, las búsquedas en los libros, los procesos de catalogación, los hallazgos de obras en cada volumen hay un gesto, el indicio de una reflexión, una “gotícula” de tinta o grafito arrojada de la mano de quien fuera su dueño—, los proyectos para infundir poesía y literatura en las mentes de jóvenes y adultos ávidos de encontrar en las letras un resguardo a la proliferación del caos imperante en la ciudad de Oaxaca.

En todo hay una imagen de ese expolítico, escritor, narrador, poeta… “no me llores, no”. Sin duda una imagen que varios han buscado homenajear con bustos, pinturas, escritos, compilaciones y qué agrado que así sea la representación que dejó Henestrosa en el imaginario colectivo de escritores, artistas, investigadores, lectores y habitantes de esta ciudad y de otras.

Pero en sí, la biblioteca es la ciudad, es él, que se forjó a través de su bibliofilia: la del cielo y la tierra, la de piso de tierra y cerca del mar, igual de nueva así como todas las personas que la habitan al entrar al recinto. Habrá que seguir agradeciendo este legado, lo que se ha hecho en estos muros durante 20 años. Habrá que seguir buscando que alcance, cada vez más, a quienes en las letras, el arte, la reflexión y el aprendizaje, buscan paz. Mientras que los que estamos dentro del mostrador, le buscamos sentido a la frase que describe el esfuerzo por infundir la lectura en todas y todos: “Soy los libros que he leído”, como todos merecemos serlo y en donde la Biblioteca lleva, desde 2003, poniendo su granito de arena.

¡Felices 20, Biblioteca Henestrosa, y gracias por todo!


Una biblioteca para hacer comunidad

Fue bueno volver a entrar
en una biblioteca; olía a casa.
Elizabeth Kostova

Mi relación con las bibliotecas públicas fue un fenómeno tardío. Antes de eso, los libros de mi vida eran los que mamá podía comprarnos a mí y a mis hermanos, los Libros del Rincón que compartíamos en el salón de clases, los regalos de mi tía y los que leíamos para mi abuelo. Tal vez por eso me es fácil recordar que la primera gran biblioteca que accidentalmente visité fue la Andrés Henestrosa. Digo “accidentalmente” porque mi tarea consistía en visitar la Casa de la Ciudad y, estando ahí, el nombre se me presentó como una añoranza: había llegado a “la casa” —la mía y la tuya, la de toda la ciudad— con su propia biblioteca, su patio, sus macetas y sus habitantes discretos. No había ahí sino el ambiente propicio para leer.

Pronto, la Biblioteca se me descubrió como un espacio diverso donde lo que se hacía en silencio también podía concebirse en voz alta: en las salas, los pasillos y los patios se fraguaban ideas, anhelos, proyectos, complicidades creativas. A la Henestrosa no solo se iba a hablar con los muertos, sino también a recrear la palabra viva. Todavía hoy los talleres nos invitan a vivir la Biblioteca sin olvidarnos de lo que la habita y los que viven en las páginas de los libros, para devolvernos a quienes andamos esta ciudad atravesando y atravesados por sus complejidades estructurales, sociales y culturales. En ese devenir, a veces apaciguado y muchas otras caótico, siempre podemos sorprendernos siendo convocados por la Henestrosa para leer libros o hablar acerca de ellos; conversar con los autores; aprender a ejecutar las diversas maneras en que la literatura hace existir las cosas en una página en blanco; actuar como si fuéramos personajes de libros.

Tuve la fortuna de estudiar en un bachillerato de artes y humanidades, de modo que eso que muchos consideraban recreativo o extracurricular —clases de danza, teatro, artes plásticas y música— constituyó mi vida escolar, pobló mi cotidianidad. La forma de vida de mis años de bachiller me condujo a la Biblioteca para convertirla en parte fundamental de mi experiencia estudiantil; y lo que allí sucedía reforzó la idea de que aquello debía ser tan cercano para cualquiera como lo era para mí. Aunque no fue precisamente una sorpresa, cuando ingresé a la licenciatura en Humanidades fue afortunado constatar que la Henestrosa surtía efectos extramuros, pues me encontré con que muchas de esas personas habían iniciado su camino universitario en alguno de sus talleres: escribían cuento, poesía y ensayo, incluso hacían teatro, y leer en voz alta era un momento esperado.

Quizá sea porque decidí no abandonar las humanidades ni esta ciudad, pero no son pocas las personas que conozco cuya vida se haya visto transformada por un taller o un libro de la Biblioteca Henestrosa. Tampoco podría ser diferente, porque tras 20 años de existencia, la Biblioteca ha contribuido a que aprendamos la importancia de socializar lo intelectual sin disociarlo de lo afectivo. Las palabras que resuenan en el silencio de la lectura buscan siempre su eco sonoro en un pensamiento libre cada vez más sensible en su forma de insertarse en el mundo. No se aprende a ser escritor en un taller, ni poeta, ni ensayista, ni dramaturgo; se aprende a no tener miedo de expresarse, a convertir el lenguaje en un medio de autoafirmación y de autoestima para cada uno, y, en consecuencia, para afirmar y estimar la existencia de los otros.

Gracias por hacer comunidad, por permitirnos sumergir las narices en los libros para que el mundo nos dé en la cara, para encontrarnos con los otros.

¡Feliz aniversario, Biblioteca Andrés Henestrosa!


El paraíso de los lectores

Saqueo las bibliotecas públicas y las encuentro llenas de
tesoros hundidos.
Virginia Woolf

En mi primer año como estudiante de la licenciatura en Humanidades, una de mis encomiendas casi cotidianas consistía en reseñar una obra literaria, cualquiera, la que quisiera, la idea era evaluar el nivel de lectura crítica de nosotros, los recién ingresados. En ese entonces comenzaba a leer la obra de Sergio Pitol, autor veracruzano con una cantidad considerable de libros publicados; sin embargo, mi búsqueda se centró en conseguir uno de sus textos tempranos: “Victorio Ferri cuenta un cuento”, que salió a la luz en 1958.

Recuerdo que la primera vez que llegué a la Biblioteca Henestrosa fue en una de esas primigenias búsquedas de libros para hacer mi tarea, y claro, se trataba de los cuentos de Pitol. En ese año, 2011, los buscadores en internet no eran la opción para descargar los PDF; tampoco era viable comprar cada semana un texto diferente: o sobrevivía o compraba libros… ¡Qué afortunados somos al contar con tan maravillosos templos que nos brindan la confianza de compartir sus libros! Lo primero que vi al entrar a ese lugar fue el amplio patio y las plantas flanqueando cada rincón. Durante una hora me perdí entre los libreros, de entrada, buscando el ejemplar que esa semana tenía que leer, luego, me descubrí completamente sumergida en los títulos que se asomaban en el lomo de cada libro… Alguien se acercó a preguntarme si buscaba algo en especial y como sacada de una ensoñación respondí que sí, pero que me diera otro momento porque no quería dejar de ver cada nombre que se me aparecía enfrente. Siempre me he dejado llevar por los títulos cuando de adquirir un libro se trata: si su nombre me dice algo, no importando que sea un ensayo, un poemario, una novela o un estudio historiográfico, me lo llevo. Eso sucedió, saqué de los estantes todas aquellas obras cuyos nombres me atraían.

Sentarme en las mesas largas, con el viento de otoño corriendo por las salas, mientras hojeaba esos libros: antes de eso no había sentido tal confianza en una biblioteca por convivir tan entrañablemente con las joyas que resguarda. Llegó un momento en el que recordé por qué había ido, así que pedí el libro que necesitaba. Diez minutos después, el bibliotecario llegó con tres ejemplares distintos: dos eran antologías que contenían el relato que buscaba y uno más, del que nunca había sabido, me lo mostró como si de un tesoro se tratara: era la primera edición del texto, publicado en la colección Cuadernos del Unicornio —una serie de plaquettes de no más de 24 cm de largo que hace medio siglo dirigía Juan José Arreola—, un ejemplar cuya solapa era color azul desgastado, con un unicornio en la portada dibujado en lo que parece un solo trazo en espiral y las hojas amarillentas por el paso del tiempo, pero aun así no se veían maltratadas. De inmediato dejé los otros libros y me obsesioné con el hallazgo: lo observé detenidamente y no podía creer que tuviera entre mis manos la primera edición de un libro. Mi tarea de ese entonces se centró en hablar de aquel encuentro: ahí entendí que una verdadera lectura comienza con la caminata entre estantes, una prelectura del ambiente, la admiración por el ejemplar y la sorpresa que puede implicar; sentir las hojas desgastadas, el olor a viejo o guardado. Todo ello te prepara para el acto final: leer el texto.

Quizá mi amor por la obra de Sergio Pitol ahora la relaciono con esa familiaridad con la que a partir de ese día identifiqué a la Biblioteca Andrés Henestrosa, un sentir tan íntimo que resonará en mí con el tiempo. De algo también estoy segura: esa intimidad, esa sensación de estar en casa y, a la vez, observando el mundo desde la comodidad de una silla a través de miles de páginas en los libreros, a la sombra de un edificio que tiene ya algunos siglos de pie, es un sentir compartido que día con día los lectores y usuarios de este recinto abrazan fraternalmente. Ya lo decía Borges: el paraíso tiene forma de biblioteca. Es por eso que, en el silencio de las salas de lectura, se puede escuchar el “¡Gracias!” que cada lector murmura en su interior.


Crónicas de una chica de 17 años, o algo parecido

Una chica de 17 años sale de su primer trabajo a las 6 de la tarde. Por la mañana asiste a clases de francés porque sabe que dentro de poco se irá a París a vivir en algo parecido a la Terraza del Café de Arlés, de Van Gogh. La escuelita de idiomas está en la Calle del Punto, en ese caminito empedrado arriba de la Plaza de la Danza; al salir, baja por la calle de Matamoros, luego por Aranda y dobla sobre Morelos, hacia el norte, ahí encontró trabajo en una cafetería. Hoy ya no está el local de antes, pero en aquel tiempo a la chica le parecía que podía ser su Terraza en el café de Oaxaca, o algo parecido. Mientras aprendía sobre los distintos granos de café, a cómo molerlo y preparar las bebidas, entre una pausa y otra hojeaba una novela o un poemario de los que siempre cargaba (de hecho, leía mucho y tenía cantidad de borradores de cuentos y poemas de terror, o algo parecido: en realidad, también quería ser escritora). Al salir de la cafetería, a las 6 de la tarde, la chica olía a café como si hubiera entrado de cuerpo entero al costal de granos: la mochila, la ropa, el cabello, hasta los libros se llevaban su dosis de aroma.

Un día, al final de su jornada, pasó por la esquina de Porfirio Díaz con Morelos y escuchó que una voz femenina mencionó a Nathaniel Hawthorne y a Edgar Allan Poe. Se asomó: alrededor de un par de mesas llenas de libros, cuadernos abiertos y lápices se sentaba un grupo variopinto de personas que prestaban atención a la mujer que daba vueltas alrededor de las mesas. No sobra decir que la chica de 17 años había reconocido los nombres de los autores porque desde hacía unos años los leía con vehemencia, a ellos y a otros más. La chica entró al edificio y se enteró, primero, que eso era la Biblioteca Andrés Henestrosa; luego, que daban talleres sobre literatura (que eran charlas de lo más interesantes sobre las escrituras de otros tiempos y otros lugares) y, finalmente, que empezaban a la hora en que salía del café, pero lo más importante: que eran gratis.

Luego de ese taller de cuento norteamericano se inscribió al de ensayo, luego al de novela y después al de poesía. Entonces, la chica de 17 años que iba a clases de francés y que soñaba con ir a su Terraza del Café de Arlés ya no tuvo más 17 años: cumplió 18, 19, 20, 21. No fue a París y casi estoy segura de que no recuerda mucho del francés, pero se volvió asidua visitante de las estanterías abiertas de la Biblioteca, confirmó su cariño hacia los círculos de lectura, talleres y charlas, y vio cómo crecía su amor por la lectura. Estudió una licenciatura en Humanidades y de vez en cuando llevaba a sus compañeras y amigas a la biblioteca, ya fuera a tomar un taller o a hacer la tarea: el aroma del cedro aunado al de libro viejo la llevaba a pensar que quizás no tendría su café de Arlés, pero sí su biblioteca en Oaxaca (o algo parecido).

Con el tiempo se volvió colaboradora de una gaceta cultural y de vez en cuando cubría las presentaciones de libros que sucedían en la Henes (se volvió común decirle así a la biblioteca, no es necesario agregar más porque casi todos saben de qué recinto se trata); ahí conoció a varias escritoras que animaron aún más su sueño por volverse una; escuchó poemas en voz alta, asistió a conciertos, conoció a más autoras…

Luego, como era de esperarse, la chica de 17 años se convirtió en una mujer de 30, y entonces, animada por otros amigos, llamó a sus amigas y organizaron un círculo de lectura en donde también se escribía poesía. Un día, la chica que antes tuvo 17 años se sentó en una de las mesas
al frente, como presentadora, como autora ella misma de un libro que escribieron en reunión y comunión muchas chicas de 17 años como ella. Un día, la mujer de 30 años recordó a la chica de 17 y estuvo segura de que esa tarde en que salió del trabajo oliendo a café y que decidió escabullirse al taller de literatura norteamericana fue mejor que irse a buscar su Terraza del Café de Arlés, o algo parecido.

Muchas gracias a todas las personas que hacen que la Biblioteca Henestrosa se sostenga: gracias por las enseñanzas y el cobijo. Incluso ahora, cuando pienso en ese primer taller, a mi mente viene el aroma de café y el amarillo de sus paredes de hace 13 años.


Luz y sombra: autorretratos de Ixcotel

Exposición “Luz y Sombra: Autorretratos de Ixcotel”, 2018.

Exhibida en 2018

El Taller Siqueiros, localizado en la prisión estatal de Oaxaca, México, celebra su segundo aniversario este mes de octubre. Lo que comenzó como un pequeño taller en una celda aislada se ha convertido en un estudio de impresión completo, biblioteca artística, laboratorio de dibujo y galería, donde docenas de personas han participado en talleres ofrecidos por artistas locales e internacionales. Gracias a la apertura de la administración penitenciaria y el voto de confianza otorgado a los presos por su trabajo duro, el Taller Siqueiros se ha convertido en una escuela de arte dentro de la cárcel.

La producción de obra en el espacio es impresionante, existe un flujo constante de nuevas piezas elaboradas con distintas técnicas de impresión. Como maestro es muy gratificante trabajar con personas —muchas de las cuales jamás han tenido la oportunidad de hacer grabado— compartiendo y descubriendo nuevas formas de expresión a través del arte. En la prisión la creación artística se convierte en un arma de supervivencia, un refugio y una puerta hacia la libertad.

“Luz y Sombra: Autorretratos de Ixcotel” se produjo entre los meses de mayo y octubre del 2018. Ni el vidrio ni los espejos están permitidos dentro de la prisión, así que el primer mes del taller trabajamos usando nuestra imaginación. “Imagínate como un animal, un demonio, un ángel, o con tu familia fuera de la prisión”. Tiempo después encontramos espejos de acrílico que permitieron a los artistas estudiar su cara, la estructura ósea de su cráneo, y observarse en tercera persona, objetivamente. Los dibujos, bocetos y ejercicios de escritura fueron posteriormente usados para imprimir grabados realizados en MDF o monotipos realizados en placas de acrílico.

Mi concepto original para el taller era un mensaje dentro de una botella, haciendo uso del arte para enviarla fuera de la prisión. Mientras el taller avanzaba se hizo evidente que la botella no era una metáfora de esperanza, sino de desesperación. Una y otra vez la botella era usada para expresar la dura realidad del encierro y los problemas de adicciones que son tan comunes en nuestra condición humana. También hubo humor y esperanza en las obras, a veces burlándose de los estereotipos y jugando con el concepto de las máscaras que la gente suele usar cuando se encuentran en confinamiento. El nombre “Luz y Sombra” refleja esa dualidad.

Si algo he aprendido de trabajar en la cárcel es que los seres humanos somos complejos. Todos nosotros tenemos la capacidad de experimentar una amplia gama de pensamientos, emociones y acciones. En realidad, nada es blanco y negro, sino infinitos tonos de gris. No hay personas buenas o malas. Las personas buenas hacen cosas malas, las personas malas hacen cosas buenas y, al final, no hay buenas ni malas, solo personas. Espero que esta exhibición ayude a romper estigmas y estereotipos permitiéndonos ver las caras de las personas, tal como se ven a sí mismas.


Ilustres ilustrados: Leer entre líneas

Exposición “Ilustres ilustrados: Leer entre líneas”, 2017

Exhibida en 2017

En el verano de 1979 comencé a publicar cartones en la revista La garrapata: el azote de los bueyes, en su tercera época. Armado con ese currículum, en el mismo verano, tuve el atrevimiento de ofrecer mis servicios dibujísticos a una librería que quedaba cerca de mi casa en la colonia Roma, en la glorieta de la Cibeles. La librería se llamaba “Prometeo”, y su dueña —cuyo nombre no recuerdo— era una mujer alta de carácter fuerte (creo que era norteña), que hablaba con palabrotas y era muy de izquierda, como los libros y discos que ahí vendía. Como pago por el anuncio que le hice, recibí el libro Me vale madre, de Rogelio Naranjo, con lo cual me di por muy bien pagado.

Quienes conocen ese libro saben que contiene muchos cartones políticos, que es a lo que Naranjo dedicó la mayor parte de su obra, pero también recopiló varias de sus ilustraciones con las que colaboró en el Suplemento “La cultura en México”, dirigido por Fernando Benítez y después por Carlos Monsiváis, en la revista Siempre!

Personalmente, las ilustraciones de autores literarios fueron un catalizador para mis lecturas de juventud. Los dibujos, aludiendo a esos creadores con alguna atmósfera de su obra allí retratada, me llenaban de una curiosidad que, a su vez, me impulsaba a buscar esos libros para ponerme a leer, o a “ler” como dice nuestro secretario de Educación. Tal vez es mucho pedir que los políticos lean, pero si al menos vieran estas ilustraciones recordarían a los autores de tres libros y se evitarían el ridículo ante la prensa.

En mi carrera como caricaturista, en algunas ocasiones he tenido la suerte de encontrar estos espacios que nos obligan a apartarnos un poco del día a día de la política y emular esa noble actividad de fomento a la lectura. En un país tan inequitativo como México tenemos problemas básicos sin resolver; aquí se forjó la fortuna de uno de los hombres más ricos del mundo que convive con cincuenta millones de personas en pobreza extrema. Desde que terminó la Revolución no ha dejado de haber elecciones formales, pero tampoco sospechas de fraude en ellas, compras de votos en efectivo, bultos de cemento, con tarjetas de tiendas de autoservicio o la promesa de una tarjeta rosa, ni tampoco parcialidad a la hora de calificar los comicios. Ni duda cabe: tenemos que hablar de política… Pero la vida no termina en la política, también hay que hacer el esfuerzo de atender el arte, la literatura que no es menos importante. Los aniversarios, los premios, la muerte de algún autor se vuelven ocasiones de oportunidad para homenajear a esos espíritus ilustres y publicar en la sección cultural. Alguna revista que nos invita a ilustrar un artículo o a veces se tiene el privilegio de colaborar para un suplemento cultural que nos ofrece sus páginas y sus portadas. Todo lo que abone para inspirar la curiosidad de un futuro lector.


Tierra Caliente

Exhibida en 2019

Taumaturga de la imagen, alquimista de la mirada, Lucero González sugiere historias y certezas, pasiones y temores en cada una de sus fotografías, haciendo de ese punto liminar entre lo retratado y aquello que llamamos “realidad”, un espacio mágico de reconocimiento y, a la vez, de sorpresa. Como si lo que nos muestra despertara nuestra memoria más antigua; una memoria ancestral cuya existencia habíamos olvidado y que, como a sus personajes, nos vincula a la naturaleza, a quienes nos rodean y, sin duda, a nosotras mismas, a nosotros mismos. Su lente privilegiada pone en escena los elementos esenciales: la naturaleza, la vida, los cuerpos, y teje con ellos una urdimbre que es raíz y es hogar. Pertenencia tibia, siempre.

A lo largo de los años su obra ha construido una suerte de cartografía de las mujeres de nuestro país. O, mejor dicho, del cuerpo de las mujeres. Oaxaqueña de origen y amante de esa tierra a la que regresa una y otra vez, sus imágenes parecen querer descifrar las huellas de la vida sobre la piel de las protagonistas. Pienso en algunos de sus proyectos como “Raíces” o “La siembra del agua” en que los lazos entre lo femenino, la creación y la naturaleza se funden dando lugar a una unidad inseparable. En este sentido, “Tierra caliente” continúa esta exploración que es, a la vez, estética y ética. Lo estético se juega en una búsqueda profunda de un lenguaje propio que abreva en las mejores fuentes de la fotografía de nuestro país (Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide, entre otras), usualmente en un blanco y negro sugerente y esencial, donde el protagonismo de los rostros o cuerpos suele fundirse en un entorno protector. La mirada privilegiada de Lucero es también la mirada de quien ha dedicado su vida a la lucha por los derechos de las mujeres. Como feminista, un eje ético, comprometido y consciente, atraviesa todo su trabajo, convirtiendo cada fotografía también en un sutil espacio de reflexión.

“Cuando era niña conocí Pinotepa Nacional y me impresionaron las mujeres con su cuerpo desnudo y sus enredos de color púrpura. Es una imagen que se me quedó grabada”, me cuenta Lucero. Ahora es a nosotros a quienes se nos quedan grabadas estas imágenes de torsos desnudos y largas cabelleras. En el transcurso de los siglos el cabello como símbolo femenino ha despertado veneración, atracción y miedo. En las fotos de Lucero es suavidad y dulzura, sensualidad y fuerza, atisbo de rostros y vidas que estamos invitadas a descubrir.

El tiempo ha ido modelando los cuerpos de sus mujeres, volviéndolos espacios de calma, de conocimiento y sabiduría. Cada uno es una historia, un relato que en clave cifrada habla de pudores, pasiones y desvelos. Y nos toca a quienes los miramos intentar descifrarlos o sumergirnos con ellos en el misterio.


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