No puedo separar el desarrollo de mi quehacer artístico de la Biblioteca Henestrosa. Hace poco más de quince años presenté en su patio mi primer libro. Me acompañaron en la mesa mi amiga, la poeta Rocío González, y mis amigos Ernesto Lumbreras y Carlos Ramírez Sorroza (aka Charly A. Secas). Entonces, mi hija Valentina tenía un par de meses de nacida y cuando le dediqué mi lectura ella gritó, desde el fondo del recinto, como si de alguna manera secreta entendiese que ese libro lo había provocado ella y que tenía que dar su aprobación para que yo lo compartiera.
De ahí en adelante he cultivado amigos y hecho travesuras en esa biblioteca. He pintado sus paredes con poemas —adentro y afuera—, presentado muchos libros —más de otros que míos—, impartido talleres, investigado, bailado, bebido, reído, expuesto, leído, platicado… una vez creo que hasta medio canté con Anne Waldman. He proyectado videos, diseñado carteles, dado conferencias, hecho performances y curadurías; he ido a proyecciones de películas, recitales, lecturas, presentaciones de libros y exposiciones. Mis hijos aman la Biblioteca, no les es un lugar extraño, sino que forma parte de su cotidiano.
Cuando empecé a escribir tenía una idea errónea de la literatura —también de muchas otras cosas— y aunque no creo haber cambiado mucho, ya con más de veintitantos años en este brete, ahora sé que el campo literario es muy extenso. Escribir no es nada más escribir y leer… eso se puede hacer de muchas formas. Entendí que una biblioteca no es el lugar en el que se guardan libros, eso es solo un pretexto: una biblioteca es algo mayúsculo, un lugar que ilumina, no como un faro, sino más como una fogata, un lugar de reunión, un lugar seguro, un espacio en el que uno puede llegar a calentarse las palmas de las manos en un día frío y compartir su vida.
Doctora María Isabel, Freddy Aguilar: grazie tante.
En el año 2011 impartí mi primer taller en la Biblioteca Henestrosa: Literatura Estadounidense: de la Colonización a la Época Contemporánea. El cartel contenía una imagen del activista Martin Luther King, Jr. junto con una lista de los autores que estaríamos leyendo. Poco sabía que ese esfuerzo, que me permitió compartir la tradición literaria de mi país natal, representaría solo el inicio de una larga colaboración con la Biblioteca que llegaría a ser decisiva en mi trayectoria cultural en Oaxaca.
Al año siguiente, además del taller “En el cruce: teatro y cine norteamericano” en el que analizamos obras de teatro que luego se convirtieron en películas, arrancamos una tradición que habría de durar más de una década (y contando): el taller de verano de cuento corto. Combinando lecciones teóricas, el estudio de cuentos del acervo mundial y ejercicios prácticos diseñados para que cada participante salga con un cuento propio; pronto, el taller se convirtió en el campo de entrenamiento de una nueva generación de cuentistas en Oaxaca. De este espacio surgió un colectivo, los Cuenteros; del colectivo, una editorial, Matanga. Y justo en 2022 Matanga TallerEditorial publicó el libro de cuentos El bastardo, de Azarel Doroteo Pacheco, oriundo del pueblo de Asunción Tlacolulita que formó parte de esa primera generación del taller en 2012. Este año Matanga publicará la antología bilingüe de cuento contemporáneo oaxaqueño De chile, mole y pozole, que incluirá textos de más veteranos del taller: Ainda Dobarro, Claudia Díaz Jiménez, Pedro Rivera, Eduardo Ismael, Gayne Rodríguez Guzmán, Liana Pacheco, Claudia Burr y Carolina Peña.
Además de los talleres —recuerdo con especial cariño nuestras exploraciones por la literatura británica e italiana, la encrucijada de literatura y música, la literatura experimental y la literatura de los oprimido —la Biblioteca Henestrosa ha sido una casa fuera de casa, abriendo sus puertas a nuestras múltiples iniciativas: ciclos de cine, lecturas y presentaciones de libros. Ahí estrené mis libros Interrumpimos este programa, Sinfonía #1 y Viaje a Monpratior. Incluso un cuento de ese último —“La última y buena noticia sobre Haroldo Conti”— tiene lugar en la biblioteca. Ahí mis estudiantes tuvieron sus primeras experiencias de presentarse ante un público. Ahí, también, lamentamos la muerte del poeta José Molina, uno de mis primeros amigos en Oaxaca.
En un contexto en el que gran parte del centro histórico de Oaxaca se vuelve cada vez más inaccesible, poder contar con la Biblioteca Henestrosa significa mucho para mí y para tantos otros. Y vaya que sería difícil encontrar un edificio más hermoso donde tomar un taller, ver una película, concierto o muestra, o sencillamente pasar un rato leyendo. Recuerdo tantas mañanas encadenando mi bici para ir a conocer a un nuevo grupo en el salón, tantas noches en el traspatio después de un evento u otro con un agua o un tentempié en la mano, tantos momentos de felicidad frente a la pantalla o el pizarrón blanco. Larga vida a la Biblioteca Henestrosa: que dure otros veinte años y más.
Lo conozco, sin realmente haberlo conocido. Muchas han sido las anécdotas de su persona y me las imagino como esas escenas de reuniones familiares, con los colores, peinados y vestimentas propios de una época anterior. Don Andrés sosteniendo un libro, una copa, un sombrero, siendo abrazado por Zabludovski, por Toledo, visto con condescendencia por Alí Chumacero. Pero nada de eso lo viví realmente.
Lo sé por las anécdotas que se cuentan en la Biblioteca Henestrosa. Lo sé por lo que cuelga de las paredes en su ahora veinteañero recinto, por las anotaciones de los libros —legado de don Andrés—, por las dedicatorias que le han dejado en la página inicial, por lo que me cuenta el director de la biblioteca, Freddy Aguilar: sus experiencias desde que vio la casa-biblioteca en la colonia Las Águilas, la catalogación de los libros, el embalaje, el transporte de este legado a su actual casa. Luego, al ver las fotos de la inauguración que muestran a un Henestrosa firmando autógrafos y dedicando libros, hablando con las personas y personalidades presentes en ese instante; riendo y regocijándose.
Después, ya in situ, todo ese pneuma henestrosiano ahora está materializado en lo que ocurre cotidianamente en la biblioteca: las presentaciones, los talleres, las conferencias, las proyecciones, las pláticas de pasillo, las búsquedas en los libros, los procesos de catalogación, los hallazgos de obras en cada volumen hay un gesto, el indicio de una reflexión, una “gotícula” de tinta o grafito arrojada de la mano de quien fuera su dueño—, los proyectos para infundir poesía y literatura en las mentes de jóvenes y adultos ávidos de encontrar en las letras un resguardo a la proliferación del caos imperante en la ciudad de Oaxaca.
En todo hay una imagen de ese expolítico, escritor, narrador, poeta… “no me llores, no”. Sin duda una imagen que varios han buscado homenajear con bustos, pinturas, escritos, compilaciones y qué agrado que así sea la representación que dejó Henestrosa en el imaginario colectivo de escritores, artistas, investigadores, lectores y habitantes de esta ciudad y de otras.
Pero en sí, la biblioteca es la ciudad, es él, que se forjó a través de su bibliofilia: la del cielo y la tierra, la de piso de tierra y cerca del mar, igual de nueva así como todas las personas que la habitan al entrar al recinto. Habrá que seguir agradeciendo este legado, lo que se ha hecho en estos muros durante 20 años. Habrá que seguir buscando que alcance, cada vez más, a quienes en las letras, el arte, la reflexión y el aprendizaje, buscan paz. Mientras que los que estamos dentro del mostrador, le buscamos sentido a la frase que describe el esfuerzo por infundir la lectura en todas y todos: “Soy los libros que he leído”, como todos merecemos serlo y en donde la Biblioteca lleva, desde 2003, poniendo su granito de arena.
¡Felices 20, Biblioteca Henestrosa, y gracias por todo!
Fue bueno volver a entrar en una biblioteca; olía a casa. Elizabeth Kostova
Mi relación con las bibliotecas públicas fue un fenómeno tardío. Antes de eso, los libros de mi vida eran los que mamá podía comprarnos a mí y a mis hermanos, los Libros del Rincón que compartíamos en el salón de clases, los regalos de mi tía y los que leíamos para mi abuelo. Tal vez por eso me es fácil recordar que la primera gran biblioteca que accidentalmente visité fue la Andrés Henestrosa. Digo “accidentalmente” porque mi tarea consistía en visitar la Casa de la Ciudad y, estando ahí, el nombre se me presentó como una añoranza: había llegado a “la casa” —la mía y la tuya, la de toda la ciudad— con su propia biblioteca, su patio, sus macetas y sus habitantes discretos. No había ahí sino el ambiente propicio para leer.
Pronto, la Biblioteca se me descubrió como un espacio diverso donde lo que se hacía en silencio también podía concebirse en voz alta: en las salas, los pasillos y los patios se fraguaban ideas, anhelos, proyectos, complicidades creativas. A la Henestrosa no solo se iba a hablar con los muertos, sino también a recrear la palabra viva. Todavía hoy los talleres nos invitan a vivir la Biblioteca sin olvidarnos de lo que la habita y los que viven en las páginas de los libros, para devolvernos a quienes andamos esta ciudad atravesando y atravesados por sus complejidades estructurales, sociales y culturales. En ese devenir, a veces apaciguado y muchas otras caótico, siempre podemos sorprendernos siendo convocados por la Henestrosa para leer libros o hablar acerca de ellos; conversar con los autores; aprender a ejecutar las diversas maneras en que la literatura hace existir las cosas en una página en blanco; actuar como si fuéramos personajes de libros.
Tuve la fortuna de estudiar en un bachillerato de artes y humanidades, de modo que eso que muchos consideraban recreativo o extracurricular —clases de danza, teatro, artes plásticas y música— constituyó mi vida escolar, pobló mi cotidianidad. La forma de vida de mis años de bachiller me condujo a la Biblioteca para convertirla en parte fundamental de mi experiencia estudiantil; y lo que allí sucedía reforzó la idea de que aquello debía ser tan cercano para cualquiera como lo era para mí. Aunque no fue precisamente una sorpresa, cuando ingresé a la licenciatura en Humanidades fue afortunado constatar que la Henestrosa surtía efectos extramuros, pues me encontré con que muchas de esas personas habían iniciado su camino universitario en alguno de sus talleres: escribían cuento, poesía y ensayo, incluso hacían teatro, y leer en voz alta era un momento esperado.
Quizá sea porque decidí no abandonar las humanidades ni esta ciudad, pero no son pocas las personas que conozco cuya vida se haya visto transformada por un taller o un libro de la Biblioteca Henestrosa. Tampoco podría ser diferente, porque tras 20 años de existencia, la Biblioteca ha contribuido a que aprendamos la importancia de socializar lo intelectual sin disociarlo de lo afectivo. Las palabras que resuenan en el silencio de la lectura buscan siempre su eco sonoro en un pensamiento libre cada vez más sensible en su forma de insertarse en el mundo. No se aprende a ser escritor en un taller, ni poeta, ni ensayista, ni dramaturgo; se aprende a no tener miedo de expresarse, a convertir el lenguaje en un medio de autoafirmación y de autoestima para cada uno, y, en consecuencia, para afirmar y estimar la existencia de los otros.
Gracias por hacer comunidad, por permitirnos sumergir las narices en los libros para que el mundo nos dé en la cara, para encontrarnos con los otros.
Saqueo las bibliotecas públicas y las encuentro llenas de tesoros hundidos. Virginia Woolf
En mi primer año como estudiante de la licenciatura en Humanidades, una de mis encomiendas casi cotidianas consistía en reseñar una obra literaria, cualquiera, la que quisiera, la idea era evaluar el nivel de lectura crítica de nosotros, los recién ingresados. En ese entonces comenzaba a leer la obra de Sergio Pitol, autor veracruzano con una cantidad considerable de libros publicados; sin embargo, mi búsqueda se centró en conseguir uno de sus textos tempranos: “Victorio Ferri cuenta un cuento”, que salió a la luz en 1958.
Recuerdo que la primera vez que llegué a la Biblioteca Henestrosa fue en una de esas primigenias búsquedas de libros para hacer mi tarea, y claro, se trataba de los cuentos de Pitol. En ese año, 2011, los buscadores en internet no eran la opción para descargar los PDF; tampoco era viable comprar cada semana un texto diferente: o sobrevivía o compraba libros… ¡Qué afortunados somos al contar con tan maravillosos templos que nos brindan la confianza de compartir sus libros! Lo primero que vi al entrar a ese lugar fue el amplio patio y las plantas flanqueando cada rincón. Durante una hora me perdí entre los libreros, de entrada, buscando el ejemplar que esa semana tenía que leer, luego, me descubrí completamente sumergida en los títulos que se asomaban en el lomo de cada libro… Alguien se acercó a preguntarme si buscaba algo en especial y como sacada de una ensoñación respondí que sí, pero que me diera otro momento porque no quería dejar de ver cada nombre que se me aparecía enfrente. Siempre me he dejado llevar por los títulos cuando de adquirir un libro se trata: si su nombre me dice algo, no importando que sea un ensayo, un poemario, una novela o un estudio historiográfico, me lo llevo. Eso sucedió, saqué de los estantes todas aquellas obras cuyos nombres me atraían.
Sentarme en las mesas largas, con el viento de otoño corriendo por las salas, mientras hojeaba esos libros: antes de eso no había sentido tal confianza en una biblioteca por convivir tan entrañablemente con las joyas que resguarda. Llegó un momento en el que recordé por qué había ido, así que pedí el libro que necesitaba. Diez minutos después, el bibliotecario llegó con tres ejemplares distintos: dos eran antologías que contenían el relato que buscaba y uno más, del que nunca había sabido, me lo mostró como si de un tesoro se tratara: era la primera edición del texto, publicado en la colección Cuadernos del Unicornio —una serie de plaquettes de no más de 24 cm de largo que hace medio siglo dirigía Juan José Arreola—, un ejemplar cuya solapa era color azul desgastado, con un unicornio en la portada dibujado en lo que parece un solo trazo en espiral y las hojas amarillentas por el paso del tiempo, pero aun así no se veían maltratadas. De inmediato dejé los otros libros y me obsesioné con el hallazgo: lo observé detenidamente y no podía creer que tuviera entre mis manos la primera edición de un libro. Mi tarea de ese entonces se centró en hablar de aquel encuentro: ahí entendí que una verdadera lectura comienza con la caminata entre estantes, una prelectura del ambiente, la admiración por el ejemplar y la sorpresa que puede implicar; sentir las hojas desgastadas, el olor a viejo o guardado. Todo ello te prepara para el acto final: leer el texto.
Quizá mi amor por la obra de Sergio Pitol ahora la relaciono con esa familiaridad con la que a partir de ese día identifiqué a la Biblioteca Andrés Henestrosa, un sentir tan íntimo que resonará en mí con el tiempo. De algo también estoy segura: esa intimidad, esa sensación de estar en casa y, a la vez, observando el mundo desde la comodidad de una silla a través de miles de páginas en los libreros, a la sombra de un edificio que tiene ya algunos siglos de pie, es un sentir compartido que día con día los lectores y usuarios de este recinto abrazan fraternalmente. Ya lo decía Borges: el paraíso tiene forma de biblioteca. Es por eso que, en el silencio de las salas de lectura, se puede escuchar el “¡Gracias!” que cada lector murmura en su interior.
Una chica de 17 años sale de su primer trabajo a las 6 de la tarde. Por la mañana asiste a clases de francés porque sabe que dentro de poco se irá a París a vivir en algo parecido a la Terraza del Café de Arlés, de Van Gogh. La escuelita de idiomas está en la Calle del Punto, en ese caminito empedrado arriba de la Plaza de la Danza; al salir, baja por la calle de Matamoros, luego por Aranda y dobla sobre Morelos, hacia el norte, ahí encontró trabajo en una cafetería. Hoy ya no está el local de antes, pero en aquel tiempo a la chica le parecía que podía ser su Terraza en el café de Oaxaca, o algo parecido. Mientras aprendía sobre los distintos granos de café, a cómo molerlo y preparar las bebidas, entre una pausa y otra hojeaba una novela o un poemario de los que siempre cargaba (de hecho, leía mucho y tenía cantidad de borradores de cuentos y poemas de terror, o algo parecido: en realidad, también quería ser escritora). Al salir de la cafetería, a las 6 de la tarde, la chica olía a café como si hubiera entrado de cuerpo entero al costal de granos: la mochila, la ropa, el cabello, hasta los libros se llevaban su dosis de aroma.
Un día, al final de su jornada, pasó por la esquina de Porfirio Díaz con Morelos y escuchó que una voz femenina mencionó a Nathaniel Hawthorne y a Edgar Allan Poe. Se asomó: alrededor de un par de mesas llenas de libros, cuadernos abiertos y lápices se sentaba un grupo variopinto de personas que prestaban atención a la mujer que daba vueltas alrededor de las mesas. No sobra decir que la chica de 17 años había reconocido los nombres de los autores porque desde hacía unos años los leía con vehemencia, a ellos y a otros más. La chica entró al edificio y se enteró, primero, que eso era la Biblioteca Andrés Henestrosa; luego, que daban talleres sobre literatura (que eran charlas de lo más interesantes sobre las escrituras de otros tiempos y otros lugares) y, finalmente, que empezaban a la hora en que salía del café, pero lo más importante: que eran gratis.
Luego de ese taller de cuento norteamericano se inscribió al de ensayo, luego al de novela y después al de poesía. Entonces, la chica de 17 años que iba a clases de francés y que soñaba con ir a su Terraza del Café de Arlés ya no tuvo más 17 años: cumplió 18, 19, 20, 21. No fue a París y casi estoy segura de que no recuerda mucho del francés, pero se volvió asidua visitante de las estanterías abiertas de la Biblioteca, confirmó su cariño hacia los círculos de lectura, talleres y charlas, y vio cómo crecía su amor por la lectura. Estudió una licenciatura en Humanidades y de vez en cuando llevaba a sus compañeras y amigas a la biblioteca, ya fuera a tomar un taller o a hacer la tarea: el aroma del cedro aunado al de libro viejo la llevaba a pensar que quizás no tendría su café de Arlés, pero sí su biblioteca en Oaxaca (o algo parecido).
Con el tiempo se volvió colaboradora de una gaceta cultural y de vez en cuando cubría las presentaciones de libros que sucedían en la Henes (se volvió común decirle así a la biblioteca, no es necesario agregar más porque casi todos saben de qué recinto se trata); ahí conoció a varias escritoras que animaron aún más su sueño por volverse una; escuchó poemas en voz alta, asistió a conciertos, conoció a más autoras…
Luego, como era de esperarse, la chica de 17 años se convirtió en una mujer de 30, y entonces, animada por otros amigos, llamó a sus amigas y organizaron un círculo de lectura en donde también se escribía poesía. Un día, la chica que antes tuvo 17 años se sentó en una de las mesas al frente, como presentadora, como autora ella misma de un libro que escribieron en reunión y comunión muchas chicas de 17 años como ella. Un día, la mujer de 30 años recordó a la chica de 17 y estuvo segura de que esa tarde en que salió del trabajo oliendo a café y que decidió escabullirse al taller de literatura norteamericana fue mejor que irse a buscar su Terraza del Café de Arlés, o algo parecido.
Muchas gracias a todas las personas que hacen que la Biblioteca Henestrosa se sostenga: gracias por las enseñanzas y el cobijo. Incluso ahora, cuando pienso en ese primer taller, a mi mente viene el aroma de café y el amarillo de sus paredes de hace 13 años.
Exposición “Luz y Sombra: Autorretratos de Ixcotel”, 2018.
Exhibida en 2018
El Taller Siqueiros, localizado en la prisión estatal de Oaxaca, México, celebra su segundo aniversario este mes de octubre. Lo que comenzó como un pequeño taller en una celda aislada se ha convertido en un estudio de impresión completo, biblioteca artística, laboratorio de dibujo y galería, donde docenas de personas han participado en talleres ofrecidos por artistas locales e internacionales. Gracias a la apertura de la administración penitenciaria y el voto de confianza otorgado a los presos por su trabajo duro, el Taller Siqueiros se ha convertido en una escuela de arte dentro de la cárcel.
La producción de obra en el espacio es impresionante, existe un flujo constante de nuevas piezas elaboradas con distintas técnicas de impresión. Como maestro es muy gratificante trabajar con personas —muchas de las cuales jamás han tenido la oportunidad de hacer grabado— compartiendo y descubriendo nuevas formas de expresión a través del arte. En la prisión la creación artística se convierte en un arma de supervivencia, un refugio y una puerta hacia la libertad.
“Luz y Sombra: Autorretratos de Ixcotel” se produjo entre los meses de mayo y octubre del 2018. Ni el vidrio ni los espejos están permitidos dentro de la prisión, así que el primer mes del taller trabajamos usando nuestra imaginación. “Imagínate como un animal, un demonio, un ángel, o con tu familia fuera de la prisión”. Tiempo después encontramos espejos de acrílico que permitieron a los artistas estudiar su cara, la estructura ósea de su cráneo, y observarse en tercera persona, objetivamente. Los dibujos, bocetos y ejercicios de escritura fueron posteriormente usados para imprimir grabados realizados en MDF o monotipos realizados en placas de acrílico.
Mi concepto original para el taller era un mensaje dentro de una botella, haciendo uso del arte para enviarla fuera de la prisión. Mientras el taller avanzaba se hizo evidente que la botella no era una metáfora de esperanza, sino de desesperación. Una y otra vez la botella era usada para expresar la dura realidad del encierro y los problemas de adicciones que son tan comunes en nuestra condición humana. También hubo humor y esperanza en las obras, a veces burlándose de los estereotipos y jugando con el concepto de las máscaras que la gente suele usar cuando se encuentran en confinamiento. El nombre “Luz y Sombra” refleja esa dualidad.
Si algo he aprendido de trabajar en la cárcel es que los seres humanos somos complejos. Todos nosotros tenemos la capacidad de experimentar una amplia gama de pensamientos, emociones y acciones. En realidad, nada es blanco y negro, sino infinitos tonos de gris. No hay personas buenas o malas. Las personas buenas hacen cosas malas, las personas malas hacen cosas buenas y, al final, no hay buenas ni malas, solo personas. Espero que esta exhibición ayude a romper estigmas y estereotipos permitiéndonos ver las caras de las personas, tal como se ven a sí mismas.
Exposición “Ilustres ilustrados: Leer entre líneas”, 2017
Exhibida en 2017
En el verano de 1979 comencé a publicar cartones en la revista La garrapata: el azote de los bueyes, en su tercera época. Armado con ese currículum, en el mismo verano, tuve el atrevimiento de ofrecer mis servicios dibujísticos a una librería que quedaba cerca de mi casa en la colonia Roma, en la glorieta de la Cibeles. La librería se llamaba “Prometeo”, y su dueña —cuyo nombre no recuerdo— era una mujer alta de carácter fuerte (creo que era norteña), que hablaba con palabrotas y era muy de izquierda, como los libros y discos que ahí vendía. Como pago por el anuncio que le hice, recibí el libro Me vale madre, de Rogelio Naranjo, con lo cual me di por muy bien pagado.
Quienes conocen ese libro saben que contiene muchos cartones políticos, que es a lo que Naranjo dedicó la mayor parte de su obra, pero también recopiló varias de sus ilustraciones con las que colaboró en el Suplemento “La cultura en México”, dirigido por Fernando Benítez y después por Carlos Monsiváis, en la revista Siempre!
Personalmente, las ilustraciones de autores literarios fueron un catalizador para mis lecturas de juventud. Los dibujos, aludiendo a esos creadores con alguna atmósfera de su obra allí retratada, me llenaban de una curiosidad que, a su vez, me impulsaba a buscar esos libros para ponerme a leer, o a “ler” como dice nuestro secretario de Educación. Tal vez es mucho pedir que los políticos lean, pero si al menos vieran estas ilustraciones recordarían a los autores de tres libros y se evitarían el ridículo ante la prensa.
En mi carrera como caricaturista, en algunas ocasiones he tenido la suerte de encontrar estos espacios que nos obligan a apartarnos un poco del día a día de la política y emular esa noble actividad de fomento a la lectura. En un país tan inequitativo como México tenemos problemas básicos sin resolver; aquí se forjó la fortuna de uno de los hombres más ricos del mundo que convive con cincuenta millones de personas en pobreza extrema. Desde que terminó la Revolución no ha dejado de haber elecciones formales, pero tampoco sospechas de fraude en ellas, compras de votos en efectivo, bultos de cemento, con tarjetas de tiendas de autoservicio o la promesa de una tarjeta rosa, ni tampoco parcialidad a la hora de calificar los comicios. Ni duda cabe: tenemos que hablar de política… Pero la vida no termina en la política, también hay que hacer el esfuerzo de atender el arte, la literatura que no es menos importante. Los aniversarios, los premios, la muerte de algún autor se vuelven ocasiones de oportunidad para homenajear a esos espíritus ilustres y publicar en la sección cultural. Alguna revista que nos invita a ilustrar un artículo o a veces se tiene el privilegio de colaborar para un suplemento cultural que nos ofrece sus páginas y sus portadas. Todo lo que abone para inspirar la curiosidad de un futuro lector.
Taumaturga de la imagen, alquimista de la mirada, Lucero González sugiere historias y certezas, pasiones y temores en cada una de sus fotografías, haciendo de ese punto liminar entre lo retratado y aquello que llamamos “realidad”, un espacio mágico de reconocimiento y, a la vez, de sorpresa. Como si lo que nos muestra despertara nuestra memoria más antigua; una memoria ancestral cuya existencia habíamos olvidado y que, como a sus personajes, nos vincula a la naturaleza, a quienes nos rodean y, sin duda, a nosotras mismas, a nosotros mismos. Su lente privilegiada pone en escena los elementos esenciales: la naturaleza, la vida, los cuerpos, y teje con ellos una urdimbre que es raíz y es hogar. Pertenencia tibia, siempre.
A lo largo de los años su obra ha construido una suerte de cartografía de las mujeres de nuestro país. O, mejor dicho, del cuerpo de las mujeres. Oaxaqueña de origen y amante de esa tierra a la que regresa una y otra vez, sus imágenes parecen querer descifrar las huellas de la vida sobre la piel de las protagonistas. Pienso en algunos de sus proyectos como “Raíces” o “La siembra del agua” en que los lazos entre lo femenino, la creación y la naturaleza se funden dando lugar a una unidad inseparable. En este sentido, “Tierra caliente” continúa esta exploración que es, a la vez, estética y ética. Lo estético se juega en una búsqueda profunda de un lenguaje propio que abreva en las mejores fuentes de la fotografía de nuestro país (Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide, entre otras), usualmente en un blanco y negro sugerente y esencial, donde el protagonismo de los rostros o cuerpos suele fundirse en un entorno protector. La mirada privilegiada de Lucero es también la mirada de quien ha dedicado su vida a la lucha por los derechos de las mujeres. Como feminista, un eje ético, comprometido y consciente, atraviesa todo su trabajo, convirtiendo cada fotografía también en un sutil espacio de reflexión.
“Cuando era niña conocí Pinotepa Nacional y me impresionaron las mujeres con su cuerpo desnudo y sus enredos de color púrpura. Es una imagen que se me quedó grabada”, me cuenta Lucero. Ahora es a nosotros a quienes se nos quedan grabadas estas imágenes de torsos desnudos y largas cabelleras. En el transcurso de los siglos el cabello como símbolo femenino ha despertado veneración, atracción y miedo. En las fotos de Lucero es suavidad y dulzura, sensualidad y fuerza, atisbo de rostros y vidas que estamos invitadas a descubrir.
El tiempo ha ido modelando los cuerpos de sus mujeres, volviéndolos espacios de calma, de conocimiento y sabiduría. Cada uno es una historia, un relato que en clave cifrada habla de pudores, pasiones y desvelos. Y nos toca a quienes los miramos intentar descifrarlos o sumergirnos con ellos en el misterio.
Las semillas de este proyecto se plantaron en abril de 2015, cuando el colectivo de fotografía Colectiv-O de Oaxaca decidió hacer una exposición pública con motivo del Día Mundial del Arte de la UNESCO, con el tema de los oficios de Oaxaca.
Aproximadamente veinte fotógrafos salieron a retratar personas cuyas ocupaciones fueran representativas del estado de Oaxaca. Muchos de estos oficios estaban en peligro de extinción y otros eran ocupaciones tradicionales exclusivas de Oaxaca. Las fotografías terminadas fueron impresas en grandes pancartas de vinilo y colgadas de las farolas del centro histórico de la ciudad capital. La inauguración de la exposición incluyó el encuentro de los fotografiados y sus familias en el centro de la ciudad, un recorrido a pie para ver todas las fotografías y una celebración privada en honor a los participantes con la distribución de reconocimientos por el trabajo que realizaron. Tuvo tanto éxito que un grupo de diez fotógrafos decidió continuar con el proyecto con la intención de publicar un libro.
Con el transcurso de los meses, la gente se alejó lentamente del proyecto por motivos personales. Pronto me encontré solo para seguir adelante. Estaba convencido de la importancia de documentar estos oficios para la posteridad. Me parecía evidente que algunos de ellos desaparecerían y otros solo podrían sobrevivir si abandonaban las formas tradicionales que los hacían tan únicos.
Las personas que fotografié se han convertido en mucho más que imágenes en una página. Son seres humanos creativos y humildes que aman el trabajo que realizan, a pesar de que sus ingresos suelen ser bastante magros. Sus trabajos les dan sentido a sus vidas y les brindan muchas satisfacciones. Están comprometidos con la tradición y la preservación de sus raíces culturales. La finalización de este proyecto requirió varias visitas a cada uno, para obtener las imágenes y la historia que ambos pensábamos que representaban mejor el trabajo de su vida. Llegamos a confiar y respetarnos unos a otros, nuestras vidas se entremezclaron y muchos se hicieron mis amigos. Su confianza y apertura me permitieron una vista privilegiada de la vida de la gente de Oaxaca. Enriquecieron mucho más mi vida y tengo mucho respeto por el trabajo que hacen y los valores que reflejan día con día.
Desde que comenzó este proyecto en 2015, varias de las personas que fotografié han muerto, algunas por Covid y otras por causas naturales. Cuando visité a las familias para darles mis condolencias, me sentí conmovido y honrado de encontrar las fotografías que les había dado en el altar del ser querido que había fallecido. Para mí, esta era una pequeña manera de devolverle a la gente de Oaxaca todo lo que me habían dado durante los últimos veinticinco años.
A pesar de la belleza natural que Oaxaca tiene para ofrecer y las maravillosas artesanías que los visitantes pueden llevar a casa como recuerdo, la verdadera belleza del lugar radica en su gente. Ni los políticos, ni las celebridades son la cara de una nación.
El verdadero rostro y el alma de un lugar lo representan las personas cotidianas: la mujer, el hombre y el niño en cada calle. Los rostros y las historias en esta exposición son esas personas. Me siento honrado de haberlos conocido.
Nunca me oirás decir mi casa, mi automóvil […] me oirás decir mi corazón, mis ojos, mi palabra, porque no están en venta; mis libros, puedo decir, porque no está en mi ánimo venderlos. A. Henestrosa
¿Cómo aprendemos a nombrar aquello que nos pertenece? O, más bien, ¿a poseer aquello que pensamos que nos pertenece? Andrés Henestrosa aprendió, mejor, a no usarlo y a no apropiarse.
Esta pequeña publicación encierra una enorme enseñanza: El autor ixhuateco, por medio de una carta que rememora un episodio relevante de su infancia, le agradece a quien en ese entonces era su compañero de artículos en El Nacional, el editor y poeta Alejandro Finisterre, la comida que le organizara para festejar su cumpleaños número 57. A modo de confesión le cuenta la razón por la que se considera una persona que huye del posesivo “mi”. Y es que las experiencias de la infancia son las que constituyen, en suma, lo que somos de adultos. En pocas páginas vemos cómo el autor, para contar un recuerdo tan importante, recurre a lo tradicional, lo familiar para hacernos enternecer con la imagen que logra construir.
La vida me ha enseñado muchas cosas —pero ¿de veras me ha enseñado algo la vida?—; mas no cómo olvidar aquella primera lección. Ella me lleva y me trae; orienta mis decisiones y mi voluntad. Como un viento, me levanta, me inclina, me derriba a su capricho […] Preparado estoy desde niño para el agravio, prevenido contra toda ofensa. Desarmado, en cambio, para todo halago, para toda señal de simpatía.
La edición de esta epístola forma parte del acervo de la Biblioteca José Lorenzo Cossío y Cosío que resguarda Adabi en la Ciudad de México. Resulta maravilloso que, dado su amor por los libros, Henestrosa y Cossío hayan legado sus nombres para dotar de personalidad a tres bibliotecas que forman parte de la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca: dos de ellas denominadas en honor al bibliófilo José Lorenzo Cossío y Cosío (una custodiada por Adabi y la otra por el Museo de la Filatelia de Oaxaca), y una más, que está de fiesta por su XX Aniversario, ostentando el nombre del escritor istmeño: la “Andrés Henestrosa”, en Casa de la Ciudad. Es una memorable coincidencia que este ejemplar tenga una dedicatoria a puño y letra de don Andrés para don José Lorenzo: así como los tantos libros que el primero recibía dedicados por sus autores, de igual manera hizo lo propio con sus amigos, y como ejemplo esta carta fechada en el año de 1963.
Al visualizar la recta final de este año podemos comenzar a constatar que el 2023 ha sido fructífero para todas y todos en la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca. Las actividades y proyectos continúan y este Boletín tiene como objetivo recabar cada experiencia, recomendación, reflexión, hallazgo, resultado y recuento que nuestros colaboradores quieren compartir con los lectores.
El equipo de Medio Ambiente nos invita a recordar los orígenes de la milpa y del Museo Infantil nos comparten la experiencia de volver a San Miguel Tixá con una sorpresa para los más pequeños. En tono igualmente festivo, el Museo Diablos y Guerreros de Oaxaca detallan las hazañas conseguidas por jugadores y artistas del cuadro escarlata y bélico.
Además, desde el Centro Cultural San Pablo nos regalan una nota en la que se describe la importancia de las rejas como metáforas de límite, ya que la actual exposición presenta una colección de estos elementos. Por su parte, el Museo de la Filatelia y el Museo Textil rinden un homenaje a los rostros y nombres de las mujeres de diferentes regiones del estado de Oaxaca. En esta misma línea, Andares del Arte Popular hace lo propio al narrarnos el trabajo artesanal detrás de la elaboración de una florera bordada de perlas en San Bartolo Coyotepec.
Por otro lado, la Biblioteca de Investigación Juan de Córdova dedica tres notas para hablar del origen del alcahuete —ese instrumento para agitar ciertas bebidas—, de los frutos obtenidos en el Taller de Cuantificación de Lenguas Naturales que realizan año con año y, finalmente, un sentido homenaje al profesor Juan Vásquez Guzmán, figura importante en la defensa de la lengua y cultura triqui. Un logro más es el que nos comparte Adabi luego de hacer entrega del Fondo Personal Margarita Peña Muñoz, destacada investigadora de la UNAM, cuyos documentos fueron organizados por la asociación.
Sin dejar de mencionar lo hecho por Seguimos Leyendo en materia de promoción de la lectura entre los jóvenes, pero ahora con la integración de los medios digitales y la importancia de la ecología digital. Además de una síntesis de una conferencia sobre ex libris llevada a cabo en la Biblioteca Fray Francisco de Burgoa.
Les invitamos a que disfruten cada nota y nos compartan sus opiniones respecto a los proyectos que aquí les mostramos. También les dejamos este enlace a la Agenda FAHHO, animándoles a revisar las actividades y a compartirlo con sus amistades.
La milpa es una práctica agrícola cuyos cultivares están basados, principalmente, en las especies de maíz, frijol y calabaza y que en diversas regiones son complementadas con chile, papa y una amplia variedad de quelites.
El origen de este sistema —actividad que realizaban, sobre todo, mujeres y niños— se remonta a los pueblos mesoamericanos precolombinos, quienes iniciaron con la domesticación del teocintle1 hace aproximadamente 7 000 años; en ese momento también se originó la diversidad lingüística, la vestimenta, cosmovisión, alimentación y, en general, el caminar de los hombres y mujeres del maíz. En este sentido, la milpa engloba no solo un sistema de producción agrícola, sino que pone de manifiesto la cosmovisión, representa la economía, las tradiciones y las prácticas bioculturales de los pueblos originarios.
Al tratarse de un cultivo cuya producción se destina, sobre todo, al autoconsumo, su desarrollo agronómico cobra importancia desde un enfoque agroecológico, ya que la revolución verde de la década de los sesenta se enfocó, en gran medida, en los monocultivos de alto rendimiento, contrario a un sistema que genera una gran diversidad de especies y cultivares que conjugan los conocimientos y saberes del entorno donde se cultivan.
En el contexto oaxaqueño, la milpa es la columna vertebral de los pueblos que habitan las ocho regiones del estado, con 35 razas de maíz nativo que constituyen el 70 % de la diversidad en México y que conforman, junto con el frijol, el 75 % de la ingesta diaria de los campesinos y habitantes del medio rural en la entidad. Dicho consumo es un mosaico de saberes y sabores que van desde alimentos como las tortillas, tostadas, tlayudas, totopos, tamales, empanadas, tetelas, a las bebidas como el atole o el tejate, o ciertos fermentos para uso medicinal y de carácter ritual.
Fotografía de Archivos compartidos Tres Ríos.
Paradójicamente, a pesar de que la milpa es un sistema de cultivo con alto valor biocultural, nos encontramos con un escenario complejo por parte de quienes habitan y conviven día a día con ella, pues se trata de comunidades con altos índices de pobreza, migración y desempleo. Aunado a que la milpa es el sustento de comunidades enteras cuyas condiciones fisiográficas son las serranías y laderas, también hay que considerar que las mismas poblaciones realizan prácticas ancestrales que impactan significativamente en la erosión y degradación de suelos, como la roza, tumba y quema (RTQ) y la roturación por medio de yunta y otras herramientas manuales. Por otra parte, el uso intensivo de agroquímicos para el control de arvenses, plagas y enfermedades han generado un desequilibrio en la diversidad agrobiológica, además de la contaminación de manantiales, arroyos y ríos.
Lo anterior deriva, en su conjunto, en cambios de uso de suelo: apertura de nuevas parcelas agrícolas, fragmentación de cobertura vegetal y reducción de conectividad del paisaje; disminución de polinizadores, de microorganismos y la fertilidad del suelo; disminución en la retención de agua, incremento de la transpiración y recrudecimiento del estiaje, incremento de sequía y desertificación de áreas agrícolas.
Es importante señalar que entre otros impactos sociales adversos se encuentran los rendimientos decrecientes que no superan las 2.00 Ton/Ha, que a su vez ocasionan la pérdida de semillas nativas, la reducción de la base nutricional de la familia y la comunidad, la pérdida de la soberanía alimentaria por el incremento de los costos de producción y la dependencia del abasto de maíz externo, ya que la producción familiar no satisface la necesidad alimentaria de quienes cultivan y viven de la milpa.
Fotografía de Archivos compartidos Tres Ríos.
Por esta razón, desde la Coordinación de Medio Ambiente de la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca sabemos que es importante sumar esfuerzos con diversos espacios para que los saberes y prácticas campesinas del sistema de la milpa se fortalezcan por medio de la implementación de un manejo adaptativo como estrategia y respuesta al cambio climático, basado fundamentalmente en el aspecto ambiental, económico y cultural, como la agricultura de conservación, siembra de árboles frutales en curvas de nivel, producción de abonos orgánicos, conservación de microorganismos del suelo, rotación y asociación de cultivos, conservación de granos y la selección de semillas nativas como elemento de resiliencia, entre muchas acciones más.
1 El teocintle es una planta gramínea considerada como el antecesor directo del maíz que fue domesticado como cultivo por lo antiguos habitantes de Mesoamérica. Los teocintles tienen varios tallos ramificados, numerosas “mazorquitas” en diferentes ramas con solo dos hileras de granos envueltos en una estructura muy endurecida. Por su parte, el maíz tiene un tallo robusto, con una o pocas mazorcas en la parte central de la planta; la mazorca es grande y sus granos están expuestos en numerosas hileras. Las diferencias en el maíz, principalmente el alto desarrollo de la mazorca, son producto del proceso de domesticación (Iltis 1993; Randolph 1976; Wilkes 2004).
Doña Carmen Castillo Pedro. Fotografía del Archivo Anita Jones.
“¿Qué hay en un nombre?” es el título de la exposición que actualmente presenta el Museo Textil de Oaxaca en el refectorio del Centro Cultural San Pablo. La muestra consta de una selección de fotografías de personas de distintas comunidades de Oaxaca y Chiapas; estas tomas provienen de los archivos fotográficos de Anita Jones y de Madeline Humm, ambos resguardados y disponibles para su consulta en el MTO.1
La selección de las imágenes responde a dos criterios. Por un lado, las fotografías tenían que vincularse con la exposición central que celebra los quince años del MTO, “Huīpīlli, kushma y phyang: prendas análogas de tres continentes”. Por otra parte, la documentación de las imágenes debía incluir los nombres de las personas retratadas por Jones y Humm, pues esta no es una exposición que se centre exclusivamente en los hilos, telares o huipiles, sino que también contempla a las personas que crearon y/o usaron estas prendas a lo largo de su vida. De entre miles y miles de imágenes resguardadas en el Museo, tan solo un puñado cuenta con esta información y, en ocasiones, de manera incompleta. El proceso de investigación para realizar esta exposición, así como las experiencias vividas después de la apertura de la muestra, han permitido conocer más a fondo a las personas que dotaron de energía a los textiles que solemos admirar y estudiar.
Uno de los casos más especiales se relaciona con la presencia de una mujer de San Felipe Usila, Oaxaca. Anita Jones estuvo con ella en la primavera de 1965, y aunque aparece en varias imágenes y en sus notas, únicamente lo hace bajo el nombre de “Doña Carmen”. El diario de campo de Anita menciona cómo viajó con ella a distintos lugares, a veces a pie y otras en balsa. Para ello, doña Carmen se hizo acompañar de su ahijado, Marcelino H. Isidro, a quien Anita compró una atarraya teñida por el mismo Marcelino en color azul. Curioso que el nombre de él sí aparece completo, pero no el de la señora Carmen.
La imagen que acompaña a estas líneas muestra a doña Carmen portando un paño de cabeza. Nuevamente resultan útiles las anotaciones de Anita, pues ahí se menciona que ese paño no le pertenecía a doña Carmen, sino que fue comprado por Frances Bistrol y prestado a la señora Carmen para posar para la foto. Frances fue una viajera y coleccionista que acompañó a Anita en numerosos viajes y que donó su colección al Museo de Antropología Logan, en Wisconsin. Años atrás, durante la primera edición del Encuentro de Textiles Mesoamericanos, conocimos a Nicolette Meister, entonces curadora y ahora directora del Museo Logan. Así pues, nos comunicamos con ella para saber si las notas de Frances incluían el nombre completo de la señora Carmen. Nicolette respondió inmediatamente, pero la noticia no era buena: Frances también la registró únicamente como “Doña Carmen”.
Conscientes de esta limitante, decidimos hacerla patente en la exposición. Afortunadamente, poco tiempo después, las redes sociales mostrarían una vez más su potente alcance: al publicar las imágenes en la cuenta de Facebook del MTO, recibimos un comentario de Blandina Lucas, quien escribió: “Ella se llamaba Carmen Castillo Pedro, su esposo: Adalberto González Carrera. Ellos recibían a mucha gente de fuera porque vivían cerca del palacio municipal y porque eran muy hospitalarios y a unos metros de su casa estaba el río donde actualmente está el auditorio municipal. Es mi bisabuela”. Tras comunicarnos con ella e invitarla a la exposición, nos dijo que apreciaba que las fotos de su bisabuela se conservaran en algún lugar. En realidad, el Museo es quien le extiende un agradecimiento especial a Blandina, pues su testimonio es clave para encajar las piezas que observábamos a partir de las imágenes y las notas de Anita, donde se ve a doña Carmen involucrada con su comunidad, atenta y generosa. Basta verla en plena faena, en otra de las imágenes incluidas en esta muestra, preparando un “caldo de playa” en el río.
Les invitamos a visitar la exposición que permanecerá abierta al público hasta el 20 de noviembre de 2023.
Las rejas señalan un límite. Normalmente separan el espacio público del espacio privado o delimitan un lugar donde ocurre cierta experiencia; de hierro forjado u otros materiales, antiguas o modernas, las rejas dejan ver lo que hay más allá de ellas.
En Oaxaca, las casas coloniales tenían rejas en las puertas, ventanas y balcones; algunas todavía se conservan, pero otras ya no existen o han sido reubicadas. Para dar cuenta de ello, los libros Hierros de Oaxaca (1950) y Fuego Vivo (2013) reúnen un inventario de rejas de nuestra ciudad y muestran el aprecio por ellas que ya forman parte del patrimonio histórico de Oaxaca.
Las rejas que se encuentran en la entrada del Centro Cultural San Pablo fueron diseñadas por el maestro Francisco Toledo. Son esculturas que dan acceso a un espacio abierto y sereno, y una muestra de que el arte puede formar parte de la vida cotidiana.
Así, la exposición que presentamos incluye una instalación con rejas que forman parte de la historia del propio edificio, las maquetas que fueron diseñadas por el maestro Toledo y obras de otros artistas que modifican el significado de las rejas como objetos y signos.
En esta muestra también podemos observar cómo el artista belga Francis Alÿs camina con una baqueta golpeando la reja del parque Fitzroy, en Londres, convirtiéndola en un instrumento fijo para producir ruido y otorgándole un uso diferente al habitual. Ese mínimo gesto estético nos recuerda que todos los límites de significado y uso son funcionales y contingentes.
Por otro lado, el artista francés Pierre Huyghe aborda los límites del uso del espacio urbano mediante un video en el que narra las dificultades que tuvo el arquitecto Le Carbousier para construir el Centro Carpenter en Harvard, así como la importancia de proteger y hacer buen uso de los edificios dedicados a promover las artes y la cultura en una ciudad.
En el espacio urbano las rejas son metáfora del límite. Funcionan como protección de los hábitos de uso adecuado señalan el espacio permitido para cierta actividad. En la tradición védica, lo que limita al pensamiento es también una especie de reja, muy densamente elaborada, que deja ver, solo de forma parcial, algo incognoscible; a esa reja, que es el tejido del que está hecho el mundo, le llaman mâya y equivale a ‘realidad’.
Sara García Santiago en su taller de Santa Cecilia Jalieza. Fotografías: Demián Ortiz, 2023.
En el amplio abanico de bebidas mesoamericanas de cacao y maíz existen varias cuyo componente líquido se complementa con abundante espuma o contienen sólidos parcialmente disueltos; este tipo de preparaciones se sirven generalmente en ocasiones ceremoniales y colectivas como bodas, mayordomías, rezos y funerales.
En algún momento de la milenaria trayectoria cultural de este tipo de bebidas fueron concebidos utensilios para mezclar, agitar o consumir las porciones servidas a cada persona; a lo largo del tiempo, estos han recibido diferentes nombres en lenguas locales y en castellano. Se trata de instrumentos generalmente planos, alargados y elaborados de madera que, por su carácter ceremonial, suelen embellecerse con figuras talladas en el mango, con decoraciones pictóricas e, incluso, empleando materiales preciosos.
Un ejemplo relativamente conocido es el de los alcahuetes que se utilizan en los Valles Centrales para mezclar el chocolateatole, llamados yag gai ‘palo de gallo’ en zapoteco por la figura que adorna su empuñadura. Parecía ser un tipo de utensilios reciente y restringido a esta región oaxaqueña, pero nuestras investigaciones han permitido ubicar precedentes al menos desde el siglo XVI, cuando las élites mexicas (y quizá también las mixtecas) empleaban preciados aquahuitl de madera o caparazón de tortuga para mezclar sus bebidas de cacao, según podemos conocer en los códices Florentino y Texúpan, en testamentos, procesos inquisitoriales y otros documentos de la época.
Bebiendo chocolateatole durante una boda en Jalieza. Fotografía: Elena Marini, 2023.
La investigación bibliográfica y de campo nos ha permitido conocer tradiciones similares que existieron o aún perviven en otras partes de Oaxaca, como la Chinantla, los Chimalapas y la región ikoots, así como entre los maya-chontales de Tabasco. También nos hemos acercado al trabajo de los artesanos de Santa Cecilia Jalieza, pueblo dedicado a la talla de madera que durante décadas ha surtido de alcahuetes y otros utensilios a las fiestas y a las cocinas vallistas.
En conjunto, la información reunida nos permite afirmar que este tipo de utensilios ha sido un aspecto integral de la cultura material asociada a las bebidas de cacao y, por otro lado, advertir que su manufactura y uso, si bien subsisten en algunos lugares, en otros han desaparecido, de ahí la importancia de su estudio y valoración.
A partir de finales de octubre presentaremos en el Centro Cultural San Pablo una exposición que, mediante recursos audiovisuales, ejemplares físicos y materiales bibliográficos, dará cuenta de la relación entre estas pequeñas esculturas utilitarias y las ricas tradiciones gastronómicas y festivas de nuestra región. Esperamos el año próximo poder llevarla a algunas de las comunidades involucradas en esta deliciosa indagación.