Tres dimensiones de una ciudad en zozobra

Dividido en tres partes —Agua negra, Mancha urbana y Reloj del fin del mundo—, Ciudad y zozobra, de Víctor Armando Cruz Chávez (FR Editor, Oaxaca, 2025), es un libro que destila pesadumbre y amor. Al terminar de leerlo, en la primera vuelta, siento que he leído algo necesario, algo que habla también por mí y, sensibilizada por su transcurrir calamitoso, por el consuelo de su voz disidente, escribí, de noche, lo que sigue:
Me siento aturdida por el mal en el mundo; aguardo el sueño bajo la luz de esta lámpara. Se escucha una música pacífica, a lo lejos, mientras cientos de mujeres y hombres, en este país, no aparecen. Los crímenes se consuman, agentes de sonrisa helada dicen hacerse cargo, pero todos seguimos con nuestras vidas, sin saber más. Julio 16 de 2025
Ciudad y zozobra, en realidad, comienza donde termina; es decir, lanza al lector, de inicio, a un recorrido por lugares que reconocerá de inmediato si es habitante de esta ciudad. Si ha sabido mirarla, olerla, escucharla. Si ha podido sentirla de verdad bajo sus pies. Quien toma el libro lee a Oaxaca; la sigue en un deambular doliente antes de que los versos, sinuosos, lo lleven hacia la parte final, al origen mismo del hombre en la tierra para situarle, de remate, en esta ciudad que no es la del cartel y folleto turístico de las fiestas de la Guelaguetza.
La ciudad de Víctor Armando Cruz Chávez es otra, cotidiana, no domesticada por panfletos; es la que ha vivido el poeta desde su “niñez salvaje”, como nos dice en sus propias palabras. Se trata de una ciudad dulce y amarga, de ríos pestilentes llamados Río Salado, Atoyac o Jalatlaco, que vivieron días de gloria y fueron en algún momento nutricios, sal de vida. A la par de esos ríos en descomposición “corre”, observa el poeta, “un río encarcelado donde no se refleja la crispación de la mañana”. Es el agua negra que producimos, más cerca del Aqueronte que del Nilo.
El físico Basarab Nicolescu, creador de teoremas poéticos que descifran en muy pocas líneas lo que solo grandes tratados podrían decir acerca del universo, explica cómo el instinto y la sapiencia poética pueden abarcar, con brevedad, ciertos conocimientos de vasto alcance. Creo que Ciudad y zozobra logra, con sus 86 páginas, que vislumbremos siglos del desenvolvimiento de nuestra ciudad; realidades que pueden esconderse o pasar inadvertidas para otros, pero no para quienes vivimos las desgracias y contradicciones diarias de nuestra urbe.
En varios de sus libros, el autor de Ciudad y zozobra ha tenido a su lugar natal como referencia, especialmente en Estaciones sobre la piedra dormida (1998) y Juntar memorias, crónicas del barrio de Santo Tomás Xochimilco (2019); incluso en el más reciente, Vals profano (2022), Oaxaca aparece en varios escenarios. Es la ciudad fuente de vivencias, reales o ficticias; de invenciones que la recrean en múltiples facetas. Pero Ciudad y zozobra va más allá al transfigurar visiones y pensamientos complejos, dejándolos latir, sin conclusiones; también sin esperanza. Es un libro en donde el poeta se aleja de una estética de cartón piedra para vincular a la ciudad con el reloj del fin del mundo, y decir:
No puedes detener con palabras lo
que viene, poeta
No puedes retroceder las manecillas del reloj
solo cantar a la noche profunda
que un día caerá pesadamente como
tus párpados.
Tres dimensiones de nuestro tiempo se desenvuelven en este libro. La primera reconoce la vida humana como un acontecimiento lleno de creación y posibilidades, que, al mismo tiempo, está marcando ya 89 segundos para la medianoche; para la destrucción total. En la deriva de este reconocimiento dramático se apela a los poetas, “cuya boca está seca de tanto gritar al vacío”, dice el autor, y con razón.
Vivimos en la época del Antropoceno marcada por la degradación de la vida en la tierra a manos de las actividades humanas. Temblamos bajo el tic tac del reloj del fin del mundo. ¿Qué podemos hacer? El poeta propone:
El mundo solo tiene que esperar
que la chinche pensante acabe consigo misma:
ese parásito que colisiona partículas
subatómicas para
disipar sus hermosas dudas
sobre la mecánica celeste y las estratagemas de Dios.
El Angelus Novus, pintado por Paul Klee e imaginado por el filósofo Walter Benjamin como el Ángel de la historia que mira la catástrofe que amontona ruina sobre ruina a sus pies, podría muy bien ilustrar nuestra pesadumbre.
Otra dimensión de Ciudad y zozobra es la personal, donde los padres del poeta nos dejan ver sus ojos amadísimos, sus gestos y hábitos, sus espacios de vida, antes de que los vientos amargos del Covid los tomaran y llevaran consigo, mientras en la calle se escuchaba el carro de los helados.
Hacía tiempo que no se me agolpaban las lágrimas frente a la lectura de un libro. Al llegar a este punto fluyeron, porque, es verdad, “la ciudad murmura plegarias que nadie comprende”, como dice el poeta. Pero somos necios y no queremos escucharlas.
Finalmente se abre una tercera dimensión del texto: la de la ciudad hecha de minucias vitales, despojada de la magia que se le ha inventado. Sitio donde el camión de la basura es esperado con feliz ansiedad cada mañana para que fagocite nuestros detritus.
La humanidad que transita por las calles de Oaxaca está más cerca de los poemas de este libro que del título de patrimonio mundial que ostentan sus edificios. Ciudad y zozobra desmonta dicha escenografía y nos presenta al heterónimo llamado Juan López, don nadie, deambulando por sus calles, haciendo versos del desasosiego en sus esquinas.
Este libro pone sobre la mesa, con depurado lenguaje y atención profunda, los males que irradia una ciudad de belleza legendaria; un espacio que se debate, enlazado al mundo, entre el derrumbe y la sobrevivencia. Solo la mejor poesía puede desafiar un escenario así, porque “a veces le crece una flor muda a la boca de los poetas”, dice el autor, y digo yo que es una flor que escribe.