Teté y la bolsa del mercado

Aún no son ni las siete de la mañana y Teté ya está despierta. Seguramente cree que sigo dormido y no ha venido a levantarme, pero ayer le prometí que iría con ella al mercado como cuando era más pequeño. Debo apurarme. Corro a lavarme la cara, me visto y me pongo los tenis que me regalaron en mi cumpleaños, esos que me hacen el más veloz de la clase. Teté está en la puerta con su delantal a cuadros, bordado con flores, y la bolsa del mandado bajo el brazo. Me ve y sonríe orgullosa de que he cumplido con mi palabra.
El mercado está apenas a unas cuadras de casa, así que caminamos hasta allá. A Teté le gusta tomarme de la mano y por eso, aunque ya soy grande y podría caminar solo, la dejo hacerlo. La bolsa del mandado vacía sube y baja mientras ella la balancea alegremente con su brazo estirado, como lo haría una niña pequeña que va dando saltitos. A nuestro alrededor, los vecinos comienzan su día. Algunos nos saludan mientras abren sus negocios o salen de casa camino a sus trabajos.
Teté me pregunta qué quiero comer hoy y yo, riendo, le respondo que no lo sé, que aún es muy temprano para pensar en la comida. Pero cuando le pregunto qué vamos a comprar, se me ocurre que ella ha planeado el menú desde hace tiempo, porque me responde con una lista muy detallada de ingredientes: dos papas, un chayote, unos ejotes, una cabeza de ajo, chambarete de res, medio kilo de masa, unas hojitas de hierba santa y un rollito de cilantro. Sé que ha pensado en mí cuando escogió qué cocinar. Nadie en casa disfruta de su amarillo de res tanto como yo.
Cuando llegamos al mercado, se siente como una ciudad completamente distinta. No se parece en nada a la quietud de la mañana en el camino para acá, hay más gente y mucho más barullo. Algunos se saludan sonoramente al entrar, como si se conocieran de toda la vida. Otros descargan grandes bultos de sus camionetas con productos que, seguramente, se venderán bien a lo largo del día. En la entrada hay mujeres con delantales ofreciendo alegremente sus productos: “¡Hay pan, pan dulce, señito! ¿Va a llevar chapulines? ¿Quiere totopo?”.
Entramos y el mercado cobra vida frente a mí. Aquí adentro se siente más fresco y el ruido de afuera parece haber desaparecido casi por completo. Miro alrededor y descubro que el lugar ya no parece tan grande como antes. El año pasado, cuando tenía siete, me parecía que era inmenso y ni siquiera me atrevía a explorarlo por mi propia cuenta. Ahora, si pongo atención, estoy seguro de que puedo ver entre las mercancías colgadas frente a cada local y los guacales que asoman por debajo de sus mostradores, al final del pasillo.
Teté se detiene frente a la verdulería y saluda a doña Chela como a una vieja amiga. Me parece que sí lo son, pues las imagino saludándose así todas las mañanas desde hace muchísimos años. Alguna vez, incluso, doña Chela le regaló una bolsa nueva para el mandado a Teté. Una de esas de hule más resistentes y con dibujos de frutas y verduras al frente, pero Teté sigue usando la misma vieja bolsa de malla azul con rojo que le he conocido toda la vida.
Por fin, Teté me suelta de la mano para escoger algunas frutas que no estaban en su lista de la compra, pero me advierte que no me vaya muy lejos. Yo, miro a todos lados con curiosidad y descubro un mundo nuevo. Cada local ofrece algo para explorar con los sentidos. Percibo los aromas que vienen de las hierbas y especias. Aunque no sé cuál es cuál, supongo que serán cosas como albahaca, clavo o manzanilla. Más allá, en el puesto de los granos y semillas, dejo que mis manos se deslicen dentro del costal del maíz. Comparo la sensación con la que me dan el frijol y el arroz. Cada uno se siente distinto, pero todos me hacen cosquillas en la mano y me la dejan cubierta de un polvito que no se bien de dónde ha salido.
Los sonidos son otra cosa. Entre los gritos, los saludos y los diálogos de algún programa que salen de televisiones escondidas en los negocios, es fácil olvidarse de que afuera la ciudad apenas se está despertando. Desde algún sitio escucho un pedazo de una canción: “lejos estaba de pensar que serías mi penitencia…”, e intento descubrir de dónde viene.
Hay colores en cada rincón. El mercado podrá parecer oscuro a primeras, pero hay mucho que ver por todos lados. Altares dedicados a vírgenes y santos adornados con flores olorosas, vitroleros repletos de aguas de sabores, letreros hechos con cartulinas fosforescentes ofreciendo remedios para los males más extraños y arriba, colgando del techo, piñatas de todas las formas imaginables flotando sobre mí como fantasmas de fantasía. Camino y camino intentando verlas todas sin percatarme de cuánto me he alejado ya de mi acompañante.
Cuando se acaban las piñatas para ver, bajo la mirada de nuevo y me encuentro en un pasillo que no conozco. Desde aquí, todos los caminos me parecen iguales y de pronto el mercado me vuelve a parecer gigantesco, como cuando tenía siete, seis o cinco años. Tengo ganas de gritar y salir corriendo, pero me aterra la idea de seguir introduciéndome en este lugar que ahora me parece un laberinto de sensaciones.
Entonces escucho a lo lejos una campanita que reconozco al instante, es el inconfundible llamado del señor de las obleas. Al instante se me ocurre que Teté, que no se puede resistir a ellas, no estará muy lejos de aquel sonido y salgo corriendo en su dirección. Vuelvo a cruzarme con los olores de la canela y el copal, identifico una pescadería por la que creo haber pasado antes y reconozco nuevamente la letra de la canción, esa de las espinas y el rosal, justo antes de detenerme.
—¡Ay, güero! —me llama una voz que reconozco inmediatamente—. ¿Dónde te habías metido?
Abrazo a Teté y noto cómo ella también se tranquiliza.
—Ten —dice ofreciéndome media oblea doradita—, nomás que cómetela de camino y no le digas a tu mamá.
Vuelvo a mirarla y noto que ha terminado ya con sus compras. La bolsa de malla azul y rojo va llena con todo lo que necesita del mandado y algunas cosas más. Ahora no la balancea alegre al frente y atrás. De hecho, apenas y puede levantarla con todo lo que pesa. La miro bien y pienso que el mercado no es el único que se ha hecho más pequeño este año. Teté tiene más canas en el cabello y me parece más flaquita que antes. Ahora soy más alto que ella, y puede que también sea más fuerte.
Nos sonreímos. Tomo la oblea con una mano y, con la otra, cargo la bolsa para ayudarle. Teté no dice nada, pero creo que también ella piensa en lo chiquito que se ve ahora el mercado.
—¿Ya tenemos todo? —le pregunto y ella me contesta que sí—. Muy bien, vámonos a casa. Creo que ahora sí tengo hambre.
Muchos de nosotros guardamos con cariño algún recuerdo de la infancia en los mercados. Estos son, en varias ocasiones, el primer acercamiento que tenemos con las expresiones más vivas de nuestra cultura. El arte, la gastronomía, la lengua y hasta la historia conviven entre las personas y sus actividades en estos sitios maravillosos. Quizás por ello, cuando somos niños, una visita al mercado llega a ser inolvidable.
Este verano, en el Museo Infantil de Oaxaca celebramos estas mágicas experiencias que queremos compartir con las infancias. En el ciclo de actividades “Un verano en el mercado” niñas y niños podrán disfrutar de juegos y talleres dentro y fuera del museo, del 11 al 22 de agosto. Para conocer más sobre este y muchos otros cursos y talleres del MIO, consulta nuestra cartelera mensual o visita el museo en la antigua estación del ferrocarril.