“Somos Oaxaca, 1972-1977”: Cómo llegué a Oaxaca y conocí a mi futura esposa

Terry MacCormack es un fotógrafo y pintor que vive en el Valle Comox, Columbia Británica, en la Isla Vancouver, Canadá. Ha expuesto sus fotografías en México, Canadá y Gales, además ha publicado sus fotos en periódicos y revistas como Camera Canada, The Montreal Gazette, y Maclean′s Magazine. Aparte de fotógrafo, Terry también es un consumado pintor al acrílico. Las fotos que ahora expone en la Biblioteca Henestrosa fueron tomadas en la década de 1970.
Corría el año 1972. Yo tenía 26 años. Acababa de dejar mi trabajo como periodista en Ottawa, Canadá, y me dirigía al sur, a Ecuador. No sabía nada de Oaxaca. Por ello, a diferencia de la avalancha de turistas que ha invadido la ciudad en las últimas décadas, no tenía mucho interés en pasar una temporada aquí. Viajando de aventón y en autobús, llegué hasta la Ciudad de México. Allí conocí a Kyle, una mujer de California que me propuso tomar el tren a Oaxaca. Me dijo que le serviría de ayuda para sentirse más segura; ella, por su parte, me ayudaría con mi inexistente español.
Al llegar a Oaxaca nos registramos en el Hotel Francia y nos dirigimos al Bar Jardín para comer algo. Allí conocimos a Manuel, una persona encantadora que se acercó a nuestra mesa y estuvo charlando con Kyle, los dos parecían conectar mientras alternaban el español y el inglés. Durante los días siguientes Manuel se reuniría con nosotros en el Bar para luego guiarnos por la ciudad, claramente intentando impresionar a Kyle. Yo, básicamente, le seguía la corriente.
Me pareció bien hasta que, una semana más tarde, decidí que era hora de volver a la carretera. Mi plan era llegar a las afueras de la ciudad, sacar el pulgar y empezar a acortar la distancia que me separaba de Ecuador. Me habían dicho que la carretera estaría llena de tráfico en dirección sur a esa hora de la mañana, así que no tendría ningún problema en conseguir un aventón. Ese era el plan.
Llevaba una hora haciendo autostop cuando un coche se detuvo justo delante de mí. Tomé mi mochila y corrí hacia la puerta abierta. Pero cuando estaba a punto de entrar, me encontré cara a cara nada menos que con Manuel. Con una amplia sonrisa y una expresión en la cara que parecía decirme: “Mira nomás dónde te vine a encontrar”; me preguntó adónde pensaba ir. “Al sur”, le dije, “a Ecuador”. Manuel meneó la cabeza y, levantando el dedo índice, me dijo que yo no podía ir a Ecuador. “No, ¡te vienes conmigo!”, dijo. Tengo otros planes. Y con eso, Manuel giró el coche y me llevó de vuelta a Oaxaca.

Haciendo caso omiso de mis protestas, Manuel me llevó al Hotel Francia, donde finalmente me reveló lo que tenía en mente. Me explicó que a primera hora de la mañana siguiente iba a venir con una buena amiga, una profesora de inglés muy guapa, interesada en un intercambio lingüístico con un hablante nativo de inglés. Se llamaba Ofelia y, según Manuel, me olvidaría por completo de Ecuador en cuanto la conociera. Lo admito, tenía mis dudas. Pero Manuel estaba en lo correcto. Ciertamente, poco sospechaba yo de cómo su llegada a rescatarme de mis fantasías sobre Ecuador terminaría transformando mi vida como nunca lo hubiera imaginado.
No solo otra atracción turística
Llevo tomando fotos desde que tenía 15 años. Es una de las formas que tengo de dar sentido al mundo. Como resultado, una cámara me acompaña casi a todas partes. Hoy en día, sin embargo, basta un móvil para captar algunos de los increíbles atractivos de Oaxaca. Sus coloridos muros y portales, sus tradiciones artísticas y culinarias de fama mundial, y sus ruinas prehispánicas. Pero mucho más impresionante es su gente. Los oaxaqueños que viven y trabajan aquí, gente para la que su ciudad no es solo una atracción turística más, una aventura gastronómica o una meca para los aficionados que vienen a saborear el mejor mezcal del mundo. Al menos para mí, Oaxaca es eso: su gente. Ellos son su verdadero corazón y alma, oaxaqueños que pueden afirmar genuinamente: “Somos Oaxaca”.
En esencia, de eso trata esta exposición: de oaxaqueños que amablemente me permitieron fotografiarlos. Ofelia, por ejemplo, con quien más tarde me casaría, así como los miembros y amigos de su familia. Mi grupo de amigos cercanos que me enseñaron español y me adoptaron como uno más de su grupo con quienes salíamos a fiestas, organizábamos picnics y asistíamos a diversos actos sociales. Gente que conocí en Las Mesitas, así como personas que encontré en las calles, callejones y entornos rurales de Oaxaca: vendedores ambulantes de comida, comerciantes, taxistas, indígenas que vendían sus productos, niños que jugaban en la calle y familias que me permitieron tomarles fotos. Luego estaban las multitudes que crean el bullicio del mercado central de Oaxaca, así como sus jornaleros, algunos de los cuales se pasan el día arrastrando enormes trozos de carne por las abarrotadas calles, al grito de “¡Golpe! ¡Golpe!”

Cómo Manuel me rescató de mí mismo
No llevaba mucho tiempo en Oaxaca cuando empecé a deshacerme de mi vieja ropa y a vestirme con camisas bordadas de colores y huaraches. Luego mis papilas gustativas cambiaron, mi aburrida dieta canadiense fue sustituida por memelitas, chiles rellenos, tacos y enchiladas bañadas en mole. De manera más profunda, sin embargo, se estaba produciendo un cambio mucho más significativo. Mi sentido de mí mismo —la sensación que tenía de quién era yo— empezó a cambiar. Esto sucedió cuando empecé a expresarme más en español. De alguna manera, el idioma me permitía ser más expresivo emocionalmente de lo que nunca había sido en inglés. Me sentía mucho más animado, más abierto y más sociable de lo que mi habitual timidez me permitía. En resumen, me estaba convirtiendo en una persona diferente.
Como escribió Octavio Paz en su clásico El laberinto de la soledad: “Ser uno mismo es siempre llegar a ser ese otro que somos, y que llevamos oculto en nosotros, más que ninguna otra cosa, como promesa o posibilidad de ser”.
Han pasado más de 50 años desde que Manuel me arrastró de nuevo a Oaxaca. Seguramente pensó que venía a rescatarme. Pero no de cualquier plan que yo hubiera tenido de viajar de aventón hasta Ecuador. Había llegado para rescatarme de mí mismo. Era como si no solo Manuel, sino Oaxaca misma, estuvieran allí para ofrecerme, como escribe Paz, la promesa o la posibilidad de ser, de convertirme en ese otro que llevamos oculto en algún lugar de nuestro interior. En esencia, convertirnos en nuestro auténtico yo. Solo puedo esperar haber estado a la altura de la promesa.
“Somos Oaxaca” es la exposición de fotografías de Terry MacCormack, que permanecerá durante octubre en la Sala de exposiciones de la planta baja de la Biblioteca Henestrosa.