Boletín FAHHO Digital No. 50 (May 2025)

Rodolfo Morales y los perfumes que nos regalan sus obras

María Isabel Grañén Porrúa
Rodolfo Morales con Francisco Toledo, María Isabel Grañén Porrúa y Alfredo Harp Helú.

Hace 31 años, cuando llegué a trabajar a Oaxaca, conocí al maestro Rodolfo Morales. Como historiadora del arte, había oído hablar de él, conocía su obra pictórica, pero no lo mejor: a ese hombre oriundo de Ocotlán que amaba con gran intensidad su tierra. Era el año de 1994, una etapa en la que ambos dedicamos nuestras vidas a trabajar por la preservación del patrimonio y la cultura de Oaxaca. Por mi parte eran los libros, los proyectos de Francisco Toledo, y luego los sueños compartidos con Alfredo Harp Helú. Morales vivía dedicado a producir obras de arte luminosas, coloridas, salidas de su corazón enraizado en la profundidad de la cultura de su pueblo. Los dos compartimos un mismo objetivo: el amor por Oaxaca.

Añoro las tardes en las que nos quedábamos platicando en su taller, sentados en unas sillas de cantina vieja, con la vista hacia uno de los muros laterales de Santo Domingo, caía la noche y seguíamos conversando gratamente. Supe de su interés por la historia del arte y me enteraba de los hallazgos en el rescate del exconvento de Ocotlán, así como en otras de las iglesias que él restauraba. La plática iba más allá de las grandes hazañas; siempre contaba anécdotas interesantes con su voz bajita. Decía que de niño disfrutaba meterse debajo de la mesa a construir papalotes con pedazos de papel, telas e hilos que vendía en la plaza, y a la gente le gustaron tanto que se volvió famoso por ellos. Y con buen humor evocaba la primera vez que desde Ocotlán viajó a Oaxaca en tren, cuando quedó fascinado al observar el paisaje que desde la ventana del tren parecía moverse rápidamente, pero que él siempre había visto quieto. En aquel viaje también le sorprendió la luz eléctrica, porque en su pueblo todavía se iluminaban las casas con lámparas y velas.

A Morales le traían buenos recuerdos los años que vivió en la Ciudad de México, cuando en 1948 acudía a la Academia de San Carlos, llamada entonces Escuela Nacional de Bellas Artes, y le asombraba su enorme vitral que soñaba con reproducir en una casa que había comprado. Él formó parte de la primera generación de profesores de la Preparatoria 5 de la UNAM, llamada entonces de Coapa: daba clases de artes plásticas y en el vestíbulo del Auditorio Gabino Barreda pintó un fresco de 68 metros cuadrados titulado Las ciencias y las artes, con el apoyo de Bartolo S. Ortega y Ponciano S. Rodríguez. Su mural es poco conocido, sin embargo, el historiador de arte Renato González Mello lo califica como “una obra de arte hecha y derecha, […] destacada dentro de la producción del pintor”, fue concebida cuando Morales iniciaba su carrera artística en 1962 y cobraba ochenta pesos por sus clases de dibujo. Para ese entonces, el artista ya había pintado el mural del Palacio de Gobierno de Ocotlán.

Morales también disfrutaba escuchar mis peripecias en la Biblioteca Francisco de Burgoa, y no solo de los fascinantes hallazgos documentales, sino de las anécdotas personales con las que siempre terminábamos riendo.

El deseo por recuperar la historia nos unía. Solía llevar a la Biblioteca Burgoa documentos, folletos y libros que recuperaba de algún rincón olvidado. Entre ellos, donó su más grande tesoro: una carta firmada por Rufino Tamayo donde elogió su obra:

Rodolfo Morales, este nuevo pintor que me complace presentarles a los amantes del arte, es, sin ninguna duda, el soplo de aire fresco que nos devolverá la alegría de vivir. Su pintura, como es fácil de probar, no está solo realizada con la mente, sino principalmente con el corazón. Su mensaje simple y directo no nos alcanza superficialmente, como es el caso de algo que es meramente intelectualizante; más bien llega a lo más profundo de nosotros y nos hace sentirlo y disfrutarlo plenamente, porque está imbuido de verdad y ya sabemos que la presencia de la verdad siempre es emocionante… Su voz, aunque es una voz tranquila, ahora comienza a ser escuchada, porque tiene algo que decir y lo dice de manera convincente.

Morales siempre fue un visitante distinguido, y no solo por ser un renombrado artista, sino por su calidad humana. Varias veces fue testigo de honor cuando las comunidades llevaban sus títulos primordiales a restaurar, sin duda, él era una persona de fiar, su presencia daba credibilidad a nuestro trabajo. Una de sus últimas salidas, estando ya bastante debilitado por su enfermedad, fue a la Biblioteca Burgoa para donar unos papeles que recuperó de un espejo en Santa Ana Zegache y, para nuestra sorpresa, eran las hojas del primer libro oaxaqueño conocido: El Sermón fúnebre, impreso por Francisca Flores en 1720.

Fotografías: Acervo de Comunicación FAHHO

Rodolfo Morales admiraba el arte mexicano, y gracias a su insistencia ahora Oaxaca cuenta con una sede del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Tan entusiasmado estaba con este sueño que ofreció una parte de su casa de Oaxaca, en la calle de Murguía, para alojar este proyecto. Al maestro Morales le faltó vida, pero logró que instalaran la sede y aplaudimos su iniciativa, una flor más de las muchas semillas que sembró, como las maravillosas jacarandas que plantó siete kilómetros antes de llegar a Ocotán y otros siete que van de la carretera a Santa Ana Zegache. Hoy sus tapetes morados pintan los caminos hacia sus pueblos.

Admiro al maestro Morales por su inmensa bondad, por ese gusto con el que llevaba eventos a su pueblo y por el amor con el que trabajaba pensando en recuperar el patrimonio cultural de Oaxaca. Generoso por naturaleza, Morales, además, era un gran anfitrión: las puertas de su casa siempre estuvieron abiertas para grandes y pequeños, ricos y pobres, para todos por igual. Recuerdo los deliciosos platillos que comí en su casa: pan de yema, marquesote o regañadas con chocolate, atole o tejate, pellizcadas con asiento, higaditos, memelas, tamales, empanadas de San Antonino, mole, pollo frito con enchiladas de guajillo, molotes, tamales de pescado, buñuelos…, y, además, siempre salía de ahí con itacate y mi lugar después lo ocupaba el siguiente invitado.

Morales pintaba y con lo ganado restauraba varios conventos, iglesias y casas de Oaxaca, como los templos de San Pedro Taviche, San Baltazar Chichicapam, San Jacinto Ocotlán, San Felipe Apóstol, San José del Progreso, Magdalena Ocotlán, Santa Ana Zegache, el Exconvento de Santo Domingo Ocotlán, entre otras. También impulsó la educación y cultura mediante la creación de una biblioteca, una sala de cómputo, un teatro y distintos programas musicales y artísticos. Y no solo disfrutaba de la preservación del patrimonio, sino que gozaba durante meses con el festejo de la inauguración. Parecía que él quería restaurar una obra o echar a andar un proyecto para organizar una fiesta, una gran celebración donde los invitados de honor eran los integrantes de los pueblos favorecidos. Por eso era tan querido. Siempre me sorprendió que al llegar a la fiesta, entre la música de una banda, cuetes y ramos de poleo, los asistentes hacían una fila inmensa para llevarle al maestro una muestra de agradecimiento: una bolsita con frijoles, unos huevos, un guajolote o unas flores. Para él, aquello era un verdadero tesoro y, en verdad, así lo fue.

Conocer sus proyectos era motivo de reflexión, porque su generosidad no tenía límite. Recuerdo la inauguración del vivero de Tocuela, los conciertos que llevaba a Ocotlán y a sus comunidades vecinas, sus iniciativas en la reforestación, las plantaciones de árboles que ahora nos dan sombra, las imponentes restauraciones de retablos y templos, sus vistosas exposiciones, la biblioteca y sala de cómputo que abrió en su casa para los jóvenes estudiantes de su comunidad… tantas obras ofrecidas sin grandes alardes. Y en esta discreción que lo caracterizaba, Morales apoyó cientos de proyectos que no podemos dejar a un lado: historiadores que necesitaban apoyo para un libro, un músico que requería de un instrumento, un niño que necesitaba de una medicina, la creación de un taller de carpintería para evitar la migración… El querido maestro no solamente pensaba en los demás, sino en el mañana: en esos árboles que nos sobrevivirán, en esas flores que nos regalan su perfume para el disfrute de nuestros hijos y nietos.

Morales llevaba su tierra tan dentro que salía con su pincel, la amaba tanto que nos asombraba. Recuerdo una frase que escuché en la inauguración de la iglesia de Santa Ana Zegache: “Antes el maestro Morales pintaba sus cuadros como sus pueblos, ahora pinta sus pueblos como sus cuadros”. He tenido la fortuna de conocer personas generosas, pero el más desprendido sin duda fue Rodolfo Morales, él lo daba todo, lo mejor de sí mismo para el bien de su comunidad. ¡Nos hace mucha falta! Afortunadamente, dejó una huella profunda. Después de tantos años, su recuerdo sigue inundándome de cariño, y deseo que la memoria de uno de los hombres más bondadosos de Oaxaca perdure en sus obras, entre sus amigos y su pueblo.


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