Boletín FAHHO No. 24 (May-Jun 2018)

POZO CONEJO: UN LUCERNARIO

Emiliano Aréstegui

Subir a Pozo Conejo es una experiencia de reconocimiento y aprendizaje. Un lugar que quizá nunca conoceremos por completo, pero que, sin duda, se vuelve parte de nosotros. Pasando una vereda se dibujan las primeras casas, de adobe todas, humildes, pequeñas, bien aseadas. Durante este año 2018 hemos subido y bajado esa montaña ya dos veces, gracias a la Biblioteca Móvil de la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca.

La primera vez, las ruinas de una rutina sedentaria afrentaron mis pulmones. El pueblo alargó distancia y tiempo. La cuesta guindó los lastres del confort y me hizo ver un pueblo ahíto de carencias; todas, huelga decirlo, reflejo del que mira sin ver y piensa sin pensar. Este pensamiento provinciano-cosmopolita de los que estamos acostumbrados a encontrar todo en un supermercado es propio de los menesterosos.

Una tumba es el primer presagio de que el pueblo está cerca. El camino cuesta arriba desflema el ocio pulmonar, afloja los músculos, llena de entereza. Algo de los pinares y los madroños hace osmosis: aguza los sentidos, los ojos se llenan de colores que van del café de las cortezas a los tantos verdes y al blanco azul del cielo, pasando por ocres y grises minerales.

Ricardo Flores Magón anuncia el nombre de la escuela primaria. Este Magón es un híbrido de Vasconcelos y Diego Rivera. Caminamos un poco más y ahora sí estamos en el pueblo. Un pueblo que más parece una cuadrilla. El adobe y el frío se aúnan a los pocos senderos que entretejen el lugar. El paisaje ahonda en los cerros, los platanares me resultan un tanto ajenos. La escuela es pequeña: un par de baños, una habitación para el celador, un solo salón de clases, la omnipresente cancha de básquet; más allá del salón de preescolar, una cocina hecha de costera y nada más. Ahí nos esperan niños, maestro y unos moscos negros y hambrientos.

Es triste lo que se llega a pensar cuando uno finge pensar y además pretende mostrarse empático con la comunidad: “Pobres, sin luz ni señal de wifi, con salones multigrado, carentes de las necesidades más básicas. Imgínate caminar una hora para llegar a Yalálag, el pueblo más cercano”. Pensamos que pensamos y decimos, como si la lástima fuera un acto de bondad y no un reflejo de nuestra ignorancia y limitación. ¿No es esto lo que buscan los que buscan pensar?

Si ejercitamos con rigor el acto de abstracción, podemos columbrar que la tumba y Magón están ahí por algo. Pozo Conejo es un lucernario que nos demuestra que hay otras muchas formas de vivir. Llevan los pozeños una vida pegada a la tierra, donde los niños trabajan vindicando el quehacer comunitario en cada una de las cosas que realizan. Por tanto, lo más común es ver cómo los estudiantes de quinto y sexto ayudan a sus pares de primero y segundo. Ésta no es la típica escuela y tampoco es un Montessori. Es, eso sí, un remanso en el que el trabajo comunitario se hace presente. Unas cosas por otras, pienso, y lo sopeso distinto. Ni bueno ni malo: distinto.

En Pozo Conejo la carencia presenta sus bondades como una forma de resistencia. La población suma aproximadamente trescientas personas, aunque sólo una tercera parte radica en el lugar. Los más están desperdigados en Oaxaca, Ciudad de México y eso que llamamos “El Norte”. No es el español la voz del pueblo, tampoco el zapoteco. Casi todos (entre más pequeños, más evidente) son mixes y es el mixe el idioma de los propios, el español lo secunda.

Los niños se muestran ávidos de juegos y dinámicas. Sedientos de palabras. Entiendo que lo que necesitan estas comunidades es hacerles grato y gratuito el acceso al arte. De sonrisas y asombro se preñan las horas. Los niños fabrican cocodrilos, tragalápices, escriben, escuchan cuentos. Los promotores abrevamos su entusiasmo. Es grande la satisfacción de saberse actor en una historia que se seguirá preñando de historias y canciones. Éste es uno de los tantos prodigios que brinda el trabajo en la Sierra Norte, por eso acá Andamos leyendo y leyendo andamos...

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