Boletín FAHHO Digital No. 40 (Jul 2024)

Museo y milpa: espacios para reflexionar

Lucy Gómez
Fotografía: Acervo de Museo Infantil de Oaxaca

Desde mediados del año pasado, “Un pueblo llamado Milpa” ha recibido a cientos de niños, padres y escuelas para jugar y aprender acerca de uno de los alimentos más fascinantes que México dio al mundo: el maíz. Sin embargo, la tarea de acercar estos contenidos a nuestros visitantes ha llevado a quienes conformamos el equipo educativo a instruirnos constantemente y a descubrir temas que, por nuestro perfil profesional, resultan completamente nuevos. A veces, incluso nos ha llevado a pensar el mundo con otros ojos.

A raíz de esta exposición, noté por primera vez que el maíz y los seres humanos compartimos un proceso similar en nuestro ciclo de vida. Nos une un vínculo que trasciende lo biológico. A primera vista, parece difícil que una planta y una persona tengan tanto en común, pero basta con detenernos a comparar cada etapa de nuestro desarrollo para descubrir que las similitudes son más de las que creemos.

Todo empieza con una semilla. El viaje de la vida inicia en ambos casos con el intercambio de material genético por parte de dos individuos. Es esta combinación lo que dará como resultado un ser completamente nuevo. En este punto, una semilla no es muy distinta de un bebé: ambos contienen dentro de sí la promesa de un futuro vibrante y, para ellos, la tierra y el vientre materno son lugares sagrados donde la vida florece y se desarrolla.

El tiempo sigue su curso. En el campo, han pasado doce días y las primeras hojas verdes han brotado a la superficie, listas para unirse a la milpa y su comunidad de plantas, hongos e insectos. Por su parte, el bebé humano ha pasado nueve meses en el vientre de su madre, formándose y creciendo. Ahora está listo para nacer y descubrir el mundo que lo rodea.

Dejando atrás el inicio de la vida, comienza el camino hacia la madurez. Para la planta, esto se refleja en su propio crecimiento. Necesita alcanzar la altura y fuerza necesarias para producir esas mazorcas que, eventualmente, estarán listas para la cosecha. De la misma forma, como educadora, sé que es en la adolescencia cuando el ser humano experimenta los cambios más significativos del camino. Es el momento más crítico para ambos seres vivos, que pronto llegarán al culmen de su madurez.

Sin embargo, para que una planta viva fuerte y segura, necesita de mucho más que solo agua, tierra y luz solar. Aunque estos elementos son esenciales, su verdadero florecimiento lo alcanza gracias al entorno. Cada parte de la planta se relaciona con otros seres y con el ambiente para establecer relaciones que la nutran y le den sustento. En la tierra, por medio de sus raíces, absorbe nutrientes y establece conexión con los organismos del subsuelo.

Insectos y aves actúan como polinizadores y se alimentan de las plagas que podrían perjudicarla. Incluso el viento, la lluvia y los agricultores que protegen sus cultivos forman parte de este complejo sistema que garantiza el crecimiento del joven maíz. La sabiduría transmitida de generación en generación, los métodos de cultivo tradicionales y el conocimiento científico se combinan para garantizar que las plantas alcancen su máximo potencial.

Del mismo modo, los seres humanos prosperamos en comunidad. Al relacionarnos con otros como nosotros obtenemos apoyo emocional, oportunidades de aprendizaje, recursos compartidos y sentido de pertenencia que propician el desarrollo de nuestra identidad. Al igual que el maíz y sus compañeros de la milpa, dependemos de otros para nuestra supervivencia y florecimiento.

La etapa de madurez es el punto en el que, tanto el maíz como el ser humano, alcanzan su pleno potencial. El primero florece con todo su esplendor produciendo mazorcas llenas de granos de diversos colores y tamaños. El adulto humano se convierte en una persona con habilidades, conocimientos y experiencias que lo hacen único. Es un momento de cosecha, donde se recogen los frutos del trabajo y la dedicación.

Finalmente, llegamos al punto en el que ambos individuos están listos para continuar con el ciclo de la vida. Para el maíz, esto significa que las semillas maduras están listas para ser dispersadas y así germinar nuevas plantas. En los seres humanos implica la capacidad de abrir el camino a una siguiente generación.

Mediante estas etapas, las vidas de ambos se entrelazan en un ciclo eterno de crecimiento, transformación y renovación. Ya sea en años o en días, ambas especies están sujetas a los ritmos naturales del mundo que las rodea y cada una encuentra su propio significado y propósito con el paso del tiempo. Personas y plantas, después de todo, estamos llamadas a servir a los otros.

Creamos “Un pueblo llamado Milpa” con la esperanza de transformar la manera en la que las niñas y niños de Oaxaca se relacionan con el campo y sus productos. No obstante, a diez meses y casi cien talleres de distancia, quizá los adultos seamos los más cambiados. Estas reflexiones, por más someras que resulten, son incluso más urgentes en quienes nos hemos acostumbrado a ver distancia entre las personas y su medio. Me gusta pensar que también para eso sirven los museos.


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