Boletín FAHHO No. 13 (Jul-Ago 2016)

MAÍZ

María del Carmen Castillo Cisneros

Es necesario atravesar dos patios para llegar. Adentro, el tesoro está resguardado, las variedades de maíz suspendidas entre un lienzo de yute abierto, luciendo su colorido, matices varios de una colección de timbres postales intervenidos por 22 artistas que difuminan las fronteras entre Omaha y Oaxaca. Semillas que fueron plantadas en 2015 y que, como sucede con todo en este mundo, transitan sus propias rutas de historia. El maíz viaja uniéndonos; es la riqueza de América, por eso hay que guarecerlo. Eso lo supieron desde siempre nuestros ancestros. Pero antes de llegar a él, nos acechan sus múltiples sonidos, el enigma de su existencia, las cuestiones transversales de su presencia, la realidad. El maíz emite un crujido, chirría, llora, cae. Como el hambre misma, como la pobreza, como la muerte, como la violencia, como el narcotráfico y la desnutrición. El maíz, como nuestra sangre, brota, vive, pero también duele. No lo vemos, pero nos habla. ¿lo quieres escuchar?

Son patrones rítmicos que invaden el patio del MUFI que, junto con el Sol y la Luna en su caminar, penetran e iluminan cuatro comales de barro que yacen en el centro. Los cuatro puntos cardinales, los cuatro ejes de nuestro mundo. El hambre también conoce el paso del tiempo, sortea la cuenta de los días, mientras las tripas rugen emitiendo otros sonidos que un país no quiere escuchar.

Rame Cuen (creador de la instalación El sonido del hambre), sentado sobre la grava, parece emerger del inframundo para contarnos una historia que no sólo va de música para los oídos sino de orígenes, de familia, de identidad, de alimento y acordes para su alma. Comienza por decirme que los sonidos que son naturales siempre resultan certeros, orgánicos, armónicos. Y muy pronto conecta con el recuerdo. Estamos frente a un horno de adobes.

Con una suave inclinación, gesto con el que muchas mujeres de Oaxaca atisban el fogón, me invita a agacharme, para observar la combustión. Una televisión analógica, en lo que otrora fuera el lugar de la leña, que contiene imágenes de Matt Black, imágenes que, como buen fuego, queman. Retratos de poblaciones rurales, marginadas, pobres, tan lejanas a las exigencias y demandas de un mundo globalizado, pero atadas a él. La evidencia de un mundo que no dialoga, el trazo de una línea que constata la cotidianidad de una gran parte de la población. En muchas de esas fotografías vemos comales, maíz, tortillas, leña a juego con un modelo alimentario que es deficiente, que no alcanza, como afirma Cuen. Ese horno revela las instantáneas que, por estar más cerca de la tierra, nuestros gobernantes no son capaces de agacharse a ver.

Rame Cuen señala que Oaxaca es lugar de intercambio y que el maíz como sustento es parte de ello, del ir y venir, del contacto. Por tanto, estamos hechos de esa comunicación. Lo que nos rodea nos da la oportunidad de tener experiencias y eso busca con esta instalación, abrir muchas posibilidades de sonido que a partir de patrones rítmicos se instalen para repensar nuestro actuar.

Regreso a la sala que hace las veces de cuexcomate o granero para encontrarme con el maíz bolita, el maíz tepecintle, el maíz mushito, el maíz zapalote y el maíz chiquito. Variedades que se ven multiplicadas por la mano de los diferentes artistas que entraron en contacto con ellas. Entonces se vuelven paletas de color, discursos revolucionarios, libertad, milagros, o actos de rapiña.

Si en el patio, a través de articulaciones sonoras, podemos recurrir a imágenes almacenadas en nuestra memoria; dentro de esta troje de maíces, las imágenes dan palabras. Alejandro Echeverría: bandera; Bart Vargas: color; Christina Narwicz: devoción; Claudia Álvarez: otras venas, Darío Castillejos: campesinado y opresión, Dave Manrique: sustentos; Demián Flores: patria devorada; Emilia Sandoval: perforaciones y ataduras; Federico Toledo: rapiña; Iggy Sumnik: país pop; Jaime Ruíz: múltiples caminos; Joe Nicholson: la vida entre sarcasmos; Joseph P. Broghammer: viajes del alma; Justin Beller: acuosidad; Kristin Pluhacek: ciclos; Mary Day: ruta del oro; Moisés García: somos zopilotes; Rame Cuen: esperanza y transparencia; Ricardo Pinto: as de maíces; Ron Garvais: profundidad femenina; Sabino Guisú: muerte de humo; y Terry Rosenberg: ceguera.

Pero estas piezas de arte que nos dan palabras no están solas, son cobijadas en sus flancos por totomoxtles y huipiles que las visten. Los primeros, el traje perfecto del maíz, artilugio de la naturaleza, envoltura y soporte que la familia Ruíz Sosa nos comparte como una calenda. Los segundos, lienzos tramados que cuentan historias y visten humanos. Ambos escudos, protección, ambos vestidos de la carne.

Rame Cuen se pregunta cuántas toneladas de maíz son necesarias para acabar con la desnutrición en las comunidades indígenas de Oaxaca. Tal vez tenemos las toneladas, tal vez el cuexcomate esté lleno. Pero estamos desnutridos literal y metafóricamente.

El MUFI nos invita a través de timbres y sonidos a reflexionar sobre ello, a proyectar otras posibilidades de relacionarnos en un país que aún sabe a maíz.

A Rame Cuen cada tortilla le recuerda a su abuela, al sustento junto con los frijoles y a ese plástico con el que la masa entra en contacto constante. El maíz, asegura, es la columna vertebral de América, el contacto, la unión. Sin embargo, cuando piensa en leña, la muerte se cuela en sus cavilaciones, en los casos que su padre le contaba de familias muertas por contaminación de humo, en devastación. Son estos contrastes los que se han amalgamado en nuestras entrañas y hablan de nuestra existencia.

En Maíz cada artista, desde un proceso creativo, relata más allá de lo mostrado. Como espectadores nos toca recorrer, mirar, escuchar y sentir en esta oportunidad única de dialogar con nuestra propia historia, la de los pueblos del maíz.

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