Boletín FAHHO No. 33 (Nov-Dic 2019)

Las primeras obras impresas en lenguas indígenas de la Nueva España

Sebastián van Doesburg

El día 23 de abril de 2019, la Biblioteca de Investigación Juan de Córdova recibió de las manos de la Dra. María Isabel Grañén Porrúa una extraordinaria donación de ocho libros virreinales editados en lenguas indígenas de México, todos de gran rareza y de suma importancia histórica. Entre estos tesoros intelectuales de México –y del mundo– se encuentra el primer vocabulario impreso en una lengua indígena de las Américas, el famoso Aqui comiença vn vocabulario en la lengua Castellana y Mexicana de fray Alonso de Molina, que en 1555 salió de la prensa de Juan Pablos, el primer impresor de la Nueva España. 

Este extraordinario libro fue hijo de dos grandes inventos del siglo XV: la imprenta, que había producido el primer libro impreso casi un siglo antes, en 1456, en Alemania, y el trabajo lingüístico de Antonio de Nebrija, quien produjo en España un primer vocabulario del castellano (latín-castellano) en 1492, abriendo el camino hacia el estudio de las lenguas “vulgares”, como se las conocían a las lenguas habladas en la vida diaria tanto en Europa como en la Nueva España. 

Sin embargo, no fue la primera obra publicada en una lengua indígena. Sabemos con cierta confianza que se imprimieron por lo menos cinco cartillas y tres doctrinas (en distintas ediciones) en los años anteriores a 1555. Las cartillas, todas perdidas hoy, se imprimieron en zapoteco, mixteco, nahuatl, tarasco y huasteco. Las tres doctrinas, de las cuales sobreviven fragmentos y ejemplares rarísimos, se imprimieron sólo en nahuatl. La diferencia entre cartilla y doctrina no siempre es obvia y por lo general sólo la determina la extensión de la obra: las llamadas cartillas eran pequeños opúsculos, a veces impresos en un solo pliego, que contenían las letras del alfabeto y las sílabas comunes y servían en la enseñanza de la lectura. Frecuentemente contenían también las principales oraciones y algunas nociones básicas de la doctrina cristiana: el Per signum crucis, la Oratio dominica [el Pater Noster], el Ave María, el Symbolum apostolorum [el Credo] y el Salve Regina. El contenido de estas cartillas se expandió continuamente con otros temas, hasta que en 1496 salió en España la Breve doctrina de Hernando de Talavera, el cual dio la pauta para una larga tradición de impresión de doctrinas. 

Consumada la conquista de Mesoamérica, las órdenes de los franciscanos y dominicos las produjeron en las lenguas locales para facilitar la conversión religiosa. Por más lejos que puedan estar estas obras de nuestra idea actual de la literatura, nacieron de notables esfuerzos de colaboración entre frailes y nobles indígenas conversos y gozaron de mucha popularidad entre la población indígena. Más importante: eran el detonador para el uso de la escritura alfabética en las lenguas locales al interior de los cabildos indígenas. A lo largo de la época virreinal, los cabildos produjeron miles de documentos en sus lenguas. Hoy en día, estos manuscritos constituyen nuestras mejores fuentes para conocer las maneras en que las comunidades indígenas se rediseñaron y redefinieron bajo la presión colonial. La introducción de la escritura alfabética fue, entonces, un arma de doble filo. 

De las tres doctrinas publicadas antes de 1555, la primera, la Doctrina christiana breue traduzida en lengua mexicana (1546, por Juan Pablos), también fue obra de nuestro autor fray Alonso de Molina. Desafortunadamente, de esta publicación sólo se conservan cuatro hojas, hoy en la Sociedad Hispánica de Nueva York, aunque el texto mismo se conserva en forma de una copia manuscrita. Más tarde, fray Molina publicaría dos Confesionarios, uno ‘mayor’ y otro ‘breve’ (ambos de 1565, por Antonio de Espinosa) y un arte (o sea gramática) del nahuatl (1571, por el editor Pedro Ocharte). Al parecer dejó otras obras manuscritas, hoy desafortunadamente perdidas. Entre los libros donados en abril a la BIJC se encuentra también un ejemplar del Confessionario Mayor en excelente estado. 

Alonso de Molina nació en España, pero no se sabe con certeza dónde, alrededor del año de 1513. A la temprana edad de más o menos nueve años, e inmediatamente después de la conquista de Tenochtitlán, sus padres lo llevaron a la Nueva España, junto con su hermanito, para comenzar allí una nueva vida. Su contacto con los muchachos nahua-hablantes en su entorno inmediato hizo que aprendieran rápidamente la lengua y al parecer pronto sobresalían por su conocimiento de ella. Cuando llegaron los franciscanos en 1524, adoptaron al pequeño Alonso porque su madre se había quedado viuda. A partir de ese momento, nunca más la volvería a ver, “haciendo desde niño vida de viejo”. En 1528 entró en la orden y dedicó buena parte de su tiempo, hasta su muerte en 1579, a la producción de impresos en nahuatl. 

El vocabulario español-nahuatl que publicó en 1555 tiene 14258 entradas y sigue como modelo el vocabulario de Nebrija (“conforme al proceder de Antonio de Lebrixa” dice él mismo). Por lo mismo, no es necesariamente un registro de la lengua hablada, sino que incluye numerosos neologismos –1045 para ser preciso– para conceptos y objetos de origen europeo. La idea era ofrecer estas nuevas palabras para poder hablar y escribir sobre las novedades que acompañaron el proceso colonizador. Una vez publicada la obra, fray Molina no dejó de trabajar en el proyecto, y en 1571 publicó una edición ampliada (él mismo menciona que incluyó 4 000 nuevas entradas) a la que añadió, además, una versión inversa nahuatl-español. También de esta edición, del taller de Antonio de Espinosa, la BIJC conserva un ejemplar en muy buen estado. Curiosamente, muchos de los neologismos introducidos en 1555 no fueron empleados por él mismo en sus Confessionarios, dando preferencia a préstamos del español, quizás porque no tuvieron éxito en ser adoptados o porque el fraile pensó que podrían causar dudas o confusión en una obra tan dogmática como un confesionario. 

El tomo obsequiado a la Biblioteca de Investigación Juan de Córdova es un compuesto antiguo de fragmentos de tres libros que juntos forman otra vez una edición casi completa de la obra (la obra llega a la foja 254, faltando tan sólo seis folios, el último con el colofón en que se mencionaba la fecha de impresión y el dato de que fray Bernardino de Sahagún fue uno de los dictaminadores). Según un sello en la portada, este ejemplar perteneció a don Joaquín Meabe, un cura de Puebla, que reunió una colección de libros en las primeras décadas del siglo XIX. Quizá fue él quien armó este compuesto, desbaratando tres versiones incompletas. Algunos ejemplares de su biblioteca terminaron en la Biblioteca Palafoxiana, donde hoy se reconocen por su sello. Su interés por la lengua nahuatl se evidencia por un ejemplar de la gramática de nahuatl de Carochi (edición 1759) con su sello, que se conserva en la biblioteca poblana. 

La obra de fray Alonso de Molina es un magnífico testimonio de la singular mezcla cultural que se estaba dando en la Ciudad de México hacia mediados del siglo XVI, cuando intelectuales nahuas y hombres del Renacimiento se encontraron en un contexto demasiado complejo para permitir juicios superficiales en la actualidad. Un contexto frecuentemente violento, deplorable, pero también con momentos de gran brillo e innovación, como queda evidenciado en esta obra impresa en que encontramos lo mejor de los dos mundos. La donación de este vocabulario y de las siete obras que lo acompañan –y sobre los cuales hablaremos sin duda en futuras notas en este boletín– enriquece notablemente el patrimonio histórico-lingüístico de Oaxaca, el estado donde hoy se concentra la mitad de la diversidad lingüística de México. 

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