LA RECUPERACIÓN DE APLANADOS Y PINTURA MURAL EN LA RESTAURACIÓN ARQUITECTÓNICA
INTERVENCIÓN EN LA CRUJÍA NORTE DEL EXCONVENTO DE SAN PABLO
Desde abril del 2014 se lleva a cabo la restauración de la crujía norte del exconvento de San Pablo que aún estaba inserta en una casa particular sobre la Avenida Independencia. Ha sido un proceso lento: supimos que allí, escondido bajo capas de pintura, muros, piedras y varias toneladas de tierra, debió existir buena parte del antiguo monasterio de los dominicos. Sacarlo requiere tiempo y serenidad. La paciencia es una virtud bien retribuida cuando de restauración se habla. Analizar concienzudamente los datos nos ayuda a entender mejor lo que vamos descubriendo y cómo podemos devolver el antiguo esplendor sin perder esa sutil belleza que brinda el paso del tiempo.
El edificio nos ha sorprendido día a día con información nueva que ha enriquecido su historia —nuestra historia— y, al mismo tiempo, nos ha obligado a detenernos de vez en cuando y replantear procedimientos que al iniciar creíamos seguros. Comenzamos con un registro exhaustivo y con exploraciones puntuales que, para el caso de los acabados arquitectónicos y de la pintura mural, se llaman “calas estratigráficas”. Se trata de pequeños cuadrantes de escasos centímetros en los que se va descubriendo capa por capa lo que se encuentra debajo de la última capa de pintura para poder vislumbrar lo que existe en los muros y en las bóvedas. A veces nos topábamos con áreas que habían sido destruidas por los distintos usos del edificio, otras veces con decoraciones complejas. Todos estos datos iban a parar al proyecto, o sea el documento rector de toda intervención que nos dará los lineamientos para saber qué hacer, cómo, dónde y cuándo. Al momento en que nos juntábamos los arqueólogos, los arquitectos y los restauradores a compartir la información que estábamos encontrando, las propuestas de intervención se iban acoplando para poder recuperar los espacios arquitectónicos sin demeritar toda la historia que contienen, entendiendo al edificio como una suerte de “documento”, siendo los pisos, muros y techos las páginas que nos están contando todo lo que le ha sucedido a lo largo de 488 años. Una vez que tuvimos suficiente información y logramos vislumbrar las líneas de acción y los criterios que guiarían la restauración, comenzamos a trabajar. Mientras se demolían muros que entorpecían la correcta lectura de los espacios conventuales y se retiraban techos, porque ya no cumplían su función por estar severamente deteriorados o porque fueron cambiados por losas de concreto, los restauradores comenzamos a develar capa por capa lo que nos contaban los muros y las bóvedas sobre las personas que habían vivido ahí y cómo ocuparon ese lugar. Lo que empezó siendo un laberinto de paredes, tinacos, lavaderos, lavabos y tazas de baño, espacios que estaban pintados con colores brillantes que sólo el esmalte industrial puede generar, fue cambiando poco a poco en un lugar que había sido construido para ser un monasterio del siglo XVII. Cada área presentó una peculiaridad: teníamos sobrepuestas de 6 hasta 14 capas de pintura y aplanados y había que discernir cuál de ellas era la que más información nos estaba brindando. Estas capas no son continuas, es decir, cambian en su apariencia y diseño desde el piso hasta el techo. Encontramos, por ejemplo, guardapolvos azules con pringas negras, delimitados por una línea doble de color café que daba paso a un muro rosa pastel, o bien bóvedas color azul celeste con cenefas de múltiples líneas en diferentes tonos de gris, café y azul. Los colores, las formas, las técnicas pictóricas y hasta las fibras o pelos de las brochas y pinceles que quedaron atrapados en la pintura nos dicen en qué época la realizaron y la función que tenía cada espacio.
Así, hemos logrado entender en qué momento se subdividió el predio, cuándo se cerraron ventanas o se abrieron puertas y encontrar, debajo de todo eso, la presencia de los frailes dominicos que construyeron el primer convento de Oaxaca.