LA PRIMERA MISA EN OAXACA
Urbano Olivera fue un pintor de origen oaxaqueño, residente en la sierra zapoteca, en Talea de Castro, quien hizo varios encargos para el arzobispo Eulogio Gillow.
El arzobispo Gillow era un amante del arte, compró varias pinturas en el siglo XIX y mandó embellecer algunas iglesias de la ciudad de Oaxaca, según el “buen gusto” de la época. Incluso, algunas de ellas, como la Basílica de La Soledad, todavía conservan los lienzos flamencos que adquirió para adornar sus paredes.
La iglesia de San Juan de Dios, la primera que se construyó en la ciudad de Oaxaca, sufrió las consecuencias de un lamentable incendio en 1864, por lo que el templo tuvo que ser reconstruido en 1867, por gestiones del propio Gillow. El arzobispo quería ofrecer en sus muros un mensaje: “hizo colocar una serie de pinturas al óleo relativas a los más notables hechos de la historia religiosa de Oaxaca desde la época gentilicia hasta el presente” para enaltecer la tradición católica en Oaxaca. Por ello, solicitó a Urbano Olivera que realizara dos series de pinturas, una correspondiente a episodios históricos de la presencia de la Iglesia católica en la entidad y otra referente a los mártires de san Francisco Cajonos. El pintor oaxaqueño realizó, para la primera serie, unos lienzos muy interesantes sobre la primera misa en Oaxaca, el bautizo del rey zapoteco Cocijoeza, la Santa Cruz de Huatulco y Bartolomé de las Casas defendiendo a los indígenas, los cuales firmó en 1890.
La FAHHO conserva un cuadro de menor formato que el lienzo que se conserva en la Iglesia de San Juan de Dios, con el tema de la primera misa. Olivera pintó en 1898 esta obra como una versión alterna a la encargada por el obispo Eulogio Gillow para la consagración del templo de San Juan de Dios en 1890.
Según la leyenda, la primera misa que se celebró en Oaxaca fue en 1521, junto al Atoyac y al pie de un árbol de huaje, de donde derivó el nombre de Oaxaca. Fue justamente ahí donde posteriormente se erigió el templo de San Juan de Dios y el río fue desviado hasta las faldas de Monte Albán. Evidentemente, Urbano Olivera no presenció aquella misa, pero se apegó a la leyenda y representó un escenario dentro de un paisaje oaxaqueño, rodeado de cerros, a la orilla del río y al pie de un árbol de huaje. El paisaje es un tanto idealizado, aunque remite al colorido, la aridez y la flora de los Valles Centrales de Oaxaca. El pintor crea un escenario entre el cielo y la tierra, en el que un sacerdote secular oficia la misa en el momento eucarístico, frente a un sencillo y pulcro altar rodeado de un grupo de hombres armados. A sus espaldas, los soldados, españoles enfundados en armaduras, atienden al sacramento. Frente al cura se aprecia un grupo de indígenas ataviados con plumas en la cabeza y vestidos con pieles de animales; algunos portan lanzas, escudos, arcos y flechas. Más que indígenas zapotecas o mixtecas parecen ser una idealización de los tlaxcaltecas. Al centro del cuadro, una pareja de indígenas tamborera participa distraída, ella sonríe, entre melancólica y coqueta, mientras posa su antebrazo sobre el tambor. En el mismo plano, cuatro personajes, dos soldados españoles y dos indígenas, actúan como metáfora de la conversión católica: los primeros están armados y atienden a la liturgia de la misa y simultáneamente custodian a los indígenas que, curiosos y sorprendidos, participan de la acción sacramental.
En la parte inferior del cuadro, una cartela indica el momento histórico representado: “El 25 de noviembre de 1521 día en que llegaron a Oaxaca las fuerzas expedicionarias enviadas por Hernán Cortés se dijo la primera misa en este país por el Padre Juan Díaz en la margen derecha del Atoyac y al pie de un árbol de Huaje. U. Olivera 1898”, información que con más detalles publicó, en 1888, el historiador Manuel Martínez Gracida. Esta obra es el único ejemplo conocido de pintura de caballete con esta temática fundacional, si bien basada en la tradición de la ciudad, que, como relata José Antonio Gay en su Historia de Oaxaca de 1881, conmemoraba: “el ingreso de los españoles a la ciudad con una función religiosa en San Juan de Dios a la que concurría el cabildo eclesiástico formado en cuerpo el 25 de diciembre”. Este cuadro de pequeñas dimensiones da cuenta de la importancia que esta tradición tuvo para la ciudad. Por entonces, el obispo Gillow realizaba la renovación de las iglesias recién recuperadas de la expropiación decretada por las Leyes de Reforma, y fue apoyado por los muchos oaxaqueños deseosos de restablecer los recintos sagrados y la tradición católica.
El cuadro y el lienzo son un eco de la fuerte tradición católica a finales del siglo XIX. El cuadro fue donado por María Eugenia Porrúa Venero, quien decidió que la obra debía quedar en Oaxaca y en el Centro Cultural San Pablo.