Boletín FAHHO Digital No. 27 (Jun 2023)

La Biblioteca John Carter Brown, una inspiración

María Isabel Grañén Porrúa

En mi imaginación, la Biblioteca John Carter Brown era un templo del Olimpo, un albergue de los tesoros librescos más ricos sobre América. En 1992, cuando estudiaba mi doctorado en la Universidad de Sevilla, la JCB parecía un sueño lejano, aun así, quise intentarlo, por lo que apliqué para una beca de investigación para mi tesis sobre los grabados de los impresos mexicanos del siglo XVI. Pronto me la concedieron. Brincaba de emoción, la vida me regalaba otra oportunidad y me sentía muy afortunada.

Llegué sola, sin ningún amigo, ni conocido, dispuesta a afrontar un sueño que ya era una realidad, pues al fin me encontraba ante ese Olimpo soñado. Al entrar en la biblioteca sentí una fuerza iluminadora, como si el espíritu de los dioses descendiera sobre las lámparas verdes en las mesas de consulta y, cobijada por sus hermosos tapices flamencos, me envolví en un silencio inspirador.

Para mi sorpresa, me dejaron consultar tres libros simultáneamente, cosa que no era común en otras bibliotecas públicas. Respiré el polvo de los libros, percibí el aroma de la tinta y el papel y sentí ese aroma adictivo que los amantes de estos objetos solemos reconocer. Acaricié las páginas de aquellos primeros libros impresos en el continente americano y me sentí en familia, ellas fueron mis primeras acompañantes.

Al cabo de un rato, el director de la Biblioteca, Norman Fiering, se presentó y lo primero que hizo fue preguntarme cómo estaba, cuáles eran mis intereses, si la casa donde me hospedaba era de mi agrado y luego me dio una visita por el recinto. Ningún bibliotecario me había tratado de manera tan cordial y él, sin saberlo, me estaba ofreciendo herramientas que me serían útiles para un futuro cercano. Conocí al equipo de la Biblioteca, así como las bodegas y los procesos de organización de las colecciones. Al paso de los días, comprendí que este recinto no era un templo del Olimpo, sino que un paraíso vivo: pude ver cómo montaban exposiciones, recibían a los investigadores, organizaban presentaciones de libros, conferencias y hasta conciertos. La sala de investigadores se convertía en auditorio y el mismo Norman se encargaba de colocar y recoger las sillas. Asistía a todos los eventos y aprendía. Me sorprendió la cantidad de becas que otorgaban para promover la investigación y me entusiasmó saber que había un consejo con miembros generosos que otorgaban donativos para mantener la biblioteca e incrementar sus fondos. Parecía que la vida me disponía para una misión que el destino me tenía preparada en un futuro próximo.

Después de dos meses fructíferos regresé a México y, mientras avanzaba en mi tesis doctoral, una llamada cambió el rumbo de mi vida: era el maestro Francisco Toledo, uno de los artistas más reconocidos de mi país que, preocupado por el acervo bibliográfico de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, me invitaba a organizar una exposición de libros antiguos. Por supuesto, dije que sí, pero al llegar me percaté de que no había imaginado que iba a estar delante de una de las bibliotecas más importantes de México y menos aún que se encontraba en completo abandono. Entre más de 25 000 ejemplares revueltos y tirados, comencé a abrir libros al azar y mi sorpresa no se hizo esperar: había incunables, primeros impresos de México y Guatemala, libros salidos de los talleres más importantes de Europa, obras de Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora, grabados de Juan de Valdés Leal, mapas de Abraham Ortelio y otras tantas joyas que mis ojos no daban crédito. Armamos la exposición, y el día de la inauguración Toledo y el rector me pidieron que organizara la colección. Respondí: “Sí, es una buena idea”. Luego recapacité, aquello era una locura, yo había estudiado Historia del arte, no era bibliotecaria ni latinista. Pero no importaba, deseaba salvar una biblioteca para México y hacerla un paraíso vivo. La JCB había sido mi inspiración.

La vida me siguió llenando de estrellas: tuve un acercamiento con la doctora Stella González Cicero, en ese entonces directora de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia y, con una generosidad desbordante, me brindó su experiencia para poder organizar el acervo de Oaxaca. ¡Ah!, y algo más importante: su amistad. Trabajamos en dos frentes: la catalogación y la restauración de los ejemplares. Simultáneamente, cumplí con mi propósito personal: defendí mi tesis doctoral en Sevilla y la JCB volvió a otorgarme una segunda beca en 1994.

Regresé a Providence, la JCB abría a las 8:30 am, era la primera en llegar. Vivía en una casa muy bonita a unas cuantas cuadras de la biblioteca. En el camino admiraba los jardines, sus árboles, las casas de madera y algunas ardillas que paseaban como yo en el campus universitario. La hora del lunch era a las 12:00 pm y los primeros días evité salir a comer para aprovechar el mayor tiempo posible en la biblioteca, pero luego concluí que era bueno salir a tomar un respiro y algo de comer. La biblioteca cerraba a las 5:00 pm, así que me iba a otra, la John D. Rockefeller, una torre de varios pisos con una excelente colección de libros de arte y grabados. Además, encontré que estaba el archivo de la colección del bibliógrafo José Toribio Medina en microfilmes, y también logré consultar libros que no hubiera podido obtener salvo en la Biblioteca Nacional de Chile. Me parecía increíble que por veinticinco centavos de dólar podía sacar una fotocopia de lo que aparecía en la pantalla. En la noche me iba a nadar a una alberca techada que medía 50 metros. A la salida me daba un frío tremendo porque yo creía que la primavera era soleada, pero en Providence era un congelador que lastimaba mi piel. Mi casera me prestó un suéter y con ese me defendí. Pronto comencé a tener amigos, conocí a otros becarios, estudiantes de facultades y varios profesores. Recuerdo con agrado las entretenidas pláticas con Julio Ortega sobre literatura latinoamericana, especialmente sobre las obras de Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes.

Estaba contenta, pero mi corazón latía pensando en el rescate de los libros antiguos. En el diario que escribía en ese entonces encontré estas palabras:

Sueño que la biblioteca de Oaxaca trabaje con la misma eficacia como funcionan las bibliotecas aquí en Brown. Todo el mundo está maravillado ante mi nueva tarea, dicen que descubrí una biblioteca, pero yo creo que me he descubierto a través de ella.

A mi regreso, concluimos el proyecto de catalogación de la Biblioteca Francisco de Burgoa y, con el apoyo de varias personas e instituciones, logramos trasladarla al exconvento de Santo Domingo de Guzmán, uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad de Oaxaca. Cabe decir que logramos instalar un taller de restauración de papel, una sala de exposiciones y la sala de investigadores se transformó en un espacio de usos múltiples para conferencias, congresos y conciertos y cada año recibimos miles de visitantes.

Este fue el comienzo de una larga historia, la primera piedra de una vida profesional fincada en un inmenso amor por la memoria, el patrimonio y, especialmente, por mi comunidad. Al lado de Alfredo Harp Helú, el sol brilló intensamente, y junto con Stella González Cicero y Jorge Garibay creamos la asociación civil Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas de México.

En 20 años, con un equipo de profesionales hemos logrado recuperar 668 archivos, 83 colecciones fotográficas e inventariado 58 bibliotecas con más de 190000 libros, así como 810 publicaciones sobre fuentes históricas. Desde los acervos públicos y privados más importantes de México hasta los municipios y parroquias apartados, ahí, donde no llega ni el agua, Adabi trabaja con el afán de salvar la memoria de México. Fue por ello que la UNESCO nos otorgó en 2008 el Premio Jikji en Corea, el reconocimiento más importante a la memoria del mundo.

Jamás olvidé la JCB. Siempre mantuve el contacto con sus directores y con Neil Safer decidimos estrechar lazos: propusimos que los hablantes en lenguas indígenas pudieran tener acceso a las colecciones y aprovechar que la cultura mesoamericana sigue muy viva. El consejo de la JCB se animó a hacer un viaje a Oaxaca: vivimos unos días memorables disfrutando de algunos sueños que se han vuelto realidad a lo largo de 27 años de trabajo en laFundación Alfredo Harp Helú. Entre cientos de proyectos educativos, deportivos, culturales y de cuidado del medio ambiente, disfrutamos una maravillosa cena y hablamos sobre nuestros esfuerzos de promoción a la lectura con 9 bibliotecas móviles que llevan lecturas a localidades apartadas de Oaxaca. Coincidimos en que los libros son el refugio y la esperanza para muchas personas.

Hoy la JCB inaugura una nueva entrada a la comunidad, pero yo sé que sus puertas se han mantenido abiertas desde hace muchos años, nos han compartido su conocimiento, su riqueza y su bondad. Celebro que sus accesos se abran todavía más, que los puentes entre nuestros países se extiendan y nos conozcamos a profundidad porque estoy convencida de que ese debe ser el futuro que deseamos construir.

Agradezco a la Biblioteca John Carter Brown el haberme brindado tantas oportunidades que ampliaron mi visión del mundo y hoy agradezco particularmente a la Junta de Gobernadores que votó unánimemente para reconocerme con la medalla JCB 2020, una distinción que me llena de orgullo. El lema inscrito en esta presea: Habla al pasado y él te enseñará me hace saber que la tierra es una misma y me inspira a pensar que un incidente trivial y afortunado puede ser un momento estelar capaz de iluminar profundamente la visión de la vida. Y ese, precisamente, es el significado de mi paso por las puertas de la JCB.


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