Boletín FAHHO Digital No. 18 (Sep 2022)

La barda blanca

Fabricio Castillo

La calle Macedonio Alcalá corre desde Avenida Independencia hacia el norte de nuestra capital, atravesando la Calzada Héroes de Chapultepec y adentrándose en uno de los barrios más emblemáticos de Oaxaca: Xochimilco. Luego se convierte en la calle Genaro Vásquez y remata sobre José López Alavez. Al llegar a este punto, solo quedan dos opciones para andar: hacia la izquierda, rumbo a la Biblioteca Infantil de Oaxaca, un hermoso lugar que recuerdo perfectamente porque, hace años, mi papá alquiló ese lugar durante unos meses por el simple gusto de tener un espacio para disfrutar de la tarde y para que sus hijos corrieran y jugaran trepándose a los árboles. En ese entonces era una pequeña casa, muy humilde, con dos cuartos y un baño, si no mal recuerdo, pero con un increíble terreno con ciruelos, naranjales, guayabos, nísperos, toronjales; en la parte de atrás había un lugar donde se daba café, el sitio era un paraíso para nosotros como niños.

Avanzando en el tiempo, y regresando al punto donde convergen la calle de Genaro Vásquez y José López Alavez, la segunda opción es andar hacia la derecha, rumbo a los arquitos de Xochimilco. Recuerdo una barda pintada de blanco, ubicada como a 20 metros del punto en cuestión, sobre la que había un poema con partes borrosas y manchadas, pero que era totalmente legible:

Peldaños y más peldaños,

peldaños tiene la vida:

segundos, minutos, años

de existencia dolorida.

Inconscientes los trepamos,

añorándolos bajamos,

y en este vivir ignoto

no sabemos, dar el paso,

si el escalón está roto…

Ese poema me lo aprendí de memoria y me lo sé desde entonces; recuerdo a la gente que iba pasando sobre la calle, pensaba que debían ser vecinos del barrio y les preguntaba acerca del poema, pretendiendo que todos debían conocer la razón por la que se encontraba ahí, pero nadie me dio razón.

Sin embargo, mi curiosidad no terminó ahí. Me atreví a tocar algunas puertas y preguntar sobre el texto. Lo más que pude averiguar –gracias a un señor– fue que el escrito pertenecía a un poema más extenso que hacía muchos años habían plasmado sobre las paredes de todo Xochimilco, pero que se habían ido perdiendo porque algunas bardas se cayeron y otras fueron retocadas por sus dueños, esta era la única que permanecía.

Aunque muchas veces intenté indagar sobre el autor, no tenía ni siquiera el título del poema, así que, durante todos estos años me fue imposible conocer el texto completo. Hasta ahora, gracias a la bendita música.

Mientras veía un video de Eugenia León mi cabeza se reactivó y recordé una plática que tuve, hace muchos años, acerca de aquella barda, con un amigo muy letrado. Él mencionó otro fragmento del poema y la palabra “cotompintero”, además, se ofreció a buscar el poema, pues estaba seguro de que lo tenía en algún lugar de su casa. Con el tiempo, dejé de ver a mi amigo y no le di el seguimiento a mi búsqueda.

Pues bien, con el video y el abrupto golpe de memoria, me di a la tarea de terminar lo que surgió hace muchos años respecto a esa barda. Pero antes debo platicarles del cotompinto.

El cotompinto es una lotería popular que se jugaba en Oaxaca, en la época decembrina, en los famosos “chachahuales”, y es gracias a todos sus elementos que ahora forma parte del acervo tradicional del estado.

Oaxaca se ha distinguido por sus tradiciones, usos y costumbres, pero también por las festividades religiosas. Anteriormente, durante el mes de diciembre, se empleaba casi toda la Avenida Independencia –desde el Jardín Morelos hasta la Alameda– para instalar juegos mecánicos, puestos de antojitos, golosinas, artesanías y, de manera muy especial, esos añorados “chachacuales”.

El cotompinto reunía a familias completas para divertirse, con la única ilusión de ganar un objeto decorativo: una jarra de vidrio con vistosas flores, una olla de barro negro, la figura en barro de una virgen o un santo, un marranito de alcancía, entre otros. Se trata de una lotería conformada por figuras coloridas y cercanas a los gustos y preferencias populares, relacionadas con nuestro diario vivir y convivir, como flores, instrumentos musicales, animales, representaciones de la muerte, el sol, la luna y las estrellas, etcétera. Las cartas son 55 y por eso el grito inicial del versificador –o juglar al que se le llamaba cotompintero– dice:

A nadie les hago mal

ni tampoco me les hinco,

traigo coplas pa’ cantar

como unas cincuenta y cinco.

Sacaba las cartas al azar y una vez que elegía una, gritaba:

Comienza y va comenzando

y vayan adivinando…

¡Ya salió la Luna blanca

alumbrando el callejón,

salieron las moloteras,

brincando como ratón!

Para la gente que no entendía a la primera, pero sobre todo para los niños que buscaban en la mirada de sus padres de qué carta se trataba, y para hacer más emocionante el juego, el auxiliar del cotompintero gritaba: “¡La Luna!”, y los jugadores que tenían en su tablita esta imagen se apresuraban a poner encima el grano de maíz o de frijol que se había distribuido con antelación. Otras figuras de las cartas eran:

Don Ferruco en la Alameda

está que se cae de risa,

al ver a los catrincitos

de levita y sin camisa.

¡El catrín!

La escalera se te rompa

y caigas de arriba abajo

enrollando tu tortilla

y comiendo tu tasajo.

¡La escalera!

La sirena encantadora

al regalo de la mar

con una voz seductora

va a comenzar a cantar.

Sirena, qué triste cantas

y atormentas al jilguero,

¿por cuánto me das un beso

y otro a mi compañero?

¡La sirena!

La muerte pelona y flaca,

sentada en un muladar

comiendo huesitos tiernos

para poder engordar.

La muerte a nadie perdona

sean feas o bonitas;

todas al hoyo se irán,

también las arrugaditas.

¡La muerte!

Como vemos, el juego del cotompinto tiene mucho de ritual y pintoresco, sobre todo, una fuerte tradición oaxaqueña que quedó inmortalizada por el poeta oaxaqueño Esteban Avendaño Chávez, quien escribió un poema “El cotompintero de la vida”, para los Juegos Florales de 1937, un certamen literario creado por el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca que nació en el marco de la celebración del primer centenario del natalicio de Benito Juárez, en 1906. En este encuentro se premiaba a las obras en prosa, a la manera de ensayos, y en verso, es decir, la poesía. Y ese era el “poema” cuyo fragmento estaba escrito en aquella barda blanca.


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