HÉROES ANÓNIMOS: ENTREVISTA A RAFAEL DONÍZ
Verónica Loera: Hay personas que nos marcan en la vida, ¿quiénes serían en tu caso?
Rafael Doníz: Por supuesto que don Manuel Álvarez Bravo, Mariana Yampolsky, Nacho López y Antonio Reynoso, un fotógrafo poco conocido, inmerecidamente, porque su obra ha sido poco difundida, pero era muy cuidadoso con su trabajo. Cuando un joven se acercaba, inmediatamente le ofrecía todo su conocimiento y experiencia. Pero quisiera mencionar también a mi hermano Roberto, pintor, quien me introdujo al mundo de la plástica. Con él aprendí muchísimo y conocí a infinidad de pintores de primer nivel en México, entre ellos a Francisco Toledo con quien realizamos proyectos hasta el momento. Ese ambiente me abrió las puertas del mundo y propició que más tarde me dedicara a la fotografía.
Verónica Loera: Perteneces a una generación de fotógrafos que estudiaron con Manuel Álvarez Bravo, háblame del grupo.
Rafael Doníz: El grupo no era muy grande, estaban Jesús Sánchez Uribe, José Ángel Rodríguez, Antonio Turok y un joven que ya no supe qué pasó con él: Carlos Azpeitia. Caminamos juntos cuando no había propiamente un foro para la fotografía en México; comentábamos nuestro trabajo, hablábamos de otros fotógrafos, disfrutábamos el intercambio de opiniones. Estar junto a un hombre tan talentoso como don Manuel motivaba a hacer locuras como, en mi caso, dejar la universidad y apostarle a la fotografía como forma de vida. Don Manuel preguntaba ¿de qué va a vivir, está usted seguro de dejar la universidad?
Verónica Loera: Hay una constante a lo largo de tus proyectos, en alguna ocasión la denominaste “héroes anónimos”, ¿cómo fue que te interesaste en fotografiar a los trabajadores?
Rafael Doníz: Esa identidad empezó con los viajes con Mariana Yampolsky, quien me dio la oportunidad de ir a lugares alejados a registrar lo que allá sucedía. Algunas personas en la universidad, antes de que la abandonara, me preguntaban por qué me gustaba ir a los lugares donde estaba la gente pobre. Lo que descubrí es que era un concepto erróneo, porque en esos lugares se llega a la esencia de algo muy sencillo, muy llano, pero en esa austeridad la gente tiene valores monumentales. Ir a zonas tan aisladas –tardábamos a veces dos días en llegar, caminando por en medio de los cerros– representó la posibilidad de aprender, siempre me sentí muy bien. El trabajo dignifica al hombre y le da identidad. Donde voy, no hay trabajo enajenado, hay una pasión por lo que hacen, por los oficios, las actividades agrícolas, la artesanía. Los mezcaleros, salineros, artesanos o tintoreros son personas que aman su trabajo. Me han regalado su grandeza humana al dejarme fotografiarlos.
Recuerdo que cuando era niño veía cómo soldaban las cubetas viejas con plomo o veía los distintos oficios caminando por la ciudad: el peluquero, el carnicero, el lechero y me gustaba observar lo que hacían. Ya como fotógrafo volví a ellos con una intención, con una conciencia mayor y fue para mí como rendirles un homenaje. Todo oficio tiene un aprendizaje, es toda una carrera. Esa temática me ha atraído mucho, ayudó a que creciera mi nacionalismo, un nacionalismo sensato, porque amo a mi país y a quienes con su trabajo lo construyen. Por todos los lugares que he andado, al norte, sur, este u oeste me he encontrado gente muy valiosa, muy trabajadora y orgullosa de su quehacer.
Verónica Loera: ¿Cómo fue el proceso para montar la exposición La lente que derrama color?
Rafael Doníz: Hace algunos años, Fomento Cultural Banamex me pidió realizar el registro de cien maestros del arte popular en Oaxaca. Eso me permitió recorrer el estado y conocer a sus mejores artesanos. Para la rama de los textiles, el apoyo de Remigio Mestas fue muy importante, porque me llevó a conocer a los tintoreros que trabajan con el caracol púrpura y yo quedé fascinado con el proceso. Había leído un librito de la hermana de Antonio Turok, Martha Turok, y me interesé desde entonces, pero no había podido ir a la zona. Me conmovió profundamente el ritual previo a la extracción del tinte, así como la extracción misma. Estaba muy emocionado, tuve el privilegio de observar de cerca cómo le sacan el tinte al caracol respetando al animal, porque no lo dañan. Una vez que extraen el tinte, los regresan al mar.
Por recomendación de Remigio, me acerqué a Alejandro de Ávila, director del Jardín Etnobotánico y curador en el Museo Textil de Oaxaca. Fue él quien me dijo que, si quería hacer una exposición, ésta debería contener los tres colores mágicos: caracol púrpura, grana cochinilla y añil. Su idea me pareció excelente y fue otra oportunidad para conocer el trabajo de los teñidores, es impresionante. Horas y horas de trabajo, no se diga el añil, porque hay que empezar desde limpiar el campo para sembrar la semilla, sembrarla, esperar a que crezca, cultivarla para iniciar recién el proceso para obtener el tinte. Son verdaderos héroes.
El proyecto creció y se complementó con la exhibición de piezas del museo que contienen esos tintes. Fue una buena experiencia, estoy satisfecho con lo que logramos.