Gente que lee: Todas las mañanas, breves milagros

Es cierto que los libros nos cuentan historias, pero también lo hacen quienes los buscan, hojean y atesoran. Gente que lee es un espacio para asomarnos a esas escenas mínimas —como la visita de una pareja— que convierten un momento de una mañana en la Librería Grañén Porrúa en un pequeño milagro.
Imagina que son las nueve de la mañana y entra una pareja a la librería donde trabajas. Perdón, para empezar, piensa que trabajas en una librería. Luego haz de cuenta que la ciudad ya se ha quitado las lagañas, se ha lavado la cara y se ha recogido el cabello. La ciudad ya amaneció: ya no es fresca con esa luz amarilla que abraza, sino más bien tranquila, a punto del trote, muy cerca de la carrera, pero niña aún. Se escucha el remanso de la plática de personas que se dirigen a alguna parte sobre el Andador Turístico. Asomas el rostro por la reja de la ventana y a la derecha ves a las trabajadoras del Monte de Piedad que barren la banqueta; al lado izquierdo, el chico de la galería ya regó agua para imitar el gesto. Tú sacas las suculentas a las ventanas, acomodas los brazos de la sábila para que no dañe ni sea dañada. Soplas el alféizar de ambas ventanas y pides al día que sea bueno. Recuerda, estamos imaginando.
Entonces, la pareja. Ella, una mujer de mediana edad, camina con la seguridad que dan los años a la espalda —levemente encorvada— y a la cintura —ágil—; lleva el cabello suelto, echado un poco detrás de las orejas; los ojos, abiertos, con sombras de color azul cielo. Se nota tranquila. Él, un hombre con el cabello largo atrapado en un nudo detrás de la cabeza, raíces totalmente blancas; leves ojeras enmarcan un par de ojos sonrientes. Se le nota feliz. Entran de la mano, pero una vez que él ha mirado a su izquierda y ella a su derecha, los dedos se separan poco a poco hasta despedirse por completo. Él se va a ver los libros pequeños que están a un costado del mueble de las gorras —Biblioteca Portátil, de Editorial Periférica; Nuevos Cuadernos, de Anagrama; libros sobre arte, de Casimiro—; ella, las novedades. Nos dan los buenos días en momentos diferentes. Son amables, sonríen. Y van en silencio, cada uno por su lado, observando libros.
Los toman con cuidado de los estantes. Los leen con atención. Hojean una página, dos. Una vez que les he dado los buenos días no tengo nada más que decir, solo me queda esperar a que alguno de ellos requiera un título, un precio o la dirección del sanitario. Le doy una hojeada al libro que tomé hace un momento de la sección de editoriales oaxaqueñas. Ella está casi frente a mí, se acerca a preguntarme por un libro. No recuerda ni el título ni el autor, solo una parte de la historia, y vagamente el nombre del protagonista. Sonrío y respondo: “Aura, de Carlos Fuentes”. Le indico dónde está y ella va hacia allá. Él se ha sentado en la ventana con un libro en las manos, pero luego voltea hacia la calle y se pierde, no vuelve a abrir el ejemplar. Se pasa los dedos de la mano que tiene libre por la zona debajo de la nariz, como si tuviera un bigote tupido, pero no hay nada ahí, solo alguna sensación de seguridad, o de duda, o de nostalgia. Ella ha encontrado a Aura, pero también a los buenos vecinos de los que habla Walter Benjamin: Cristina Rivera Garza, por un lado, Elena Garro, por el otro, una novedad de un querido conocido, Daniel Saldaña París.
Te pedí que imaginaras todo esto porque sucedió esta mañana. Y la anterior, y la anterior a la anterior. Todas las mañanas somos testigos de breves milagros de tranquilidad: de la calma que da entrar a una tienda de libros, aunque solo sea para sentarte, hojear un libro o simplemente mirar por la ventana imaginando posibilidades.