Gente que lee

Un chico con gorra oscura, ni bajo ni alto. Tez morena, un arete en cada lóbulo. Surge un cabello muy chino en la nuca. Trae una playera al menos dos tallas más grande que la que debería usar. Una pequeña mochila amarilla se amolda a su espalda. Da a la cajera el libro que ha tomado del estante de Clásicos. Su mano, que apenas dejó de ser adolescente, cruza la reja de fierro. Da un billete. Le regresan el libro y sonríe como niño de nueve años que ha descubierto el regalo de los Reyes Magos. Va a leer Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Dice, tímidamente: “Gracias”; “gracias a ti, que lo disfrutes”.
Qué ganas de preguntarle, en unos días, si acaso no quisiera tener una tortuga gigante de amiga, o una pequeña gamita que le lleve plumas de garza. Qué ganas de leer otra vez, por primera vez, a Quiroga.
Ҩ
Una mujer de edad avanzada. Labios rojísimos. Toda sonrisas y modos delicados. Un par de perlas en las orejas. Imposible no mirar que el tiempo ha surcado su rostro y su voz, pero qué hermoso es mirarla. Pasó dos horas yendo despacio entre los estantes, tomando los libros con firmeza, leyendo tranquilamente la contraportada. Sus manos me recuerdan a mi abuela. Le hablo con cariño. Finalmente, pasa el libro por la reja con cierto temblor, no deja de sonreír. Que qué aroma es este, que no la deja irse. Que qué buena selección, que se tardó más de lo que tenía previsto. Que gracias por la silla a media sala, pues pudo hojear su libro a gusto.
Quisiera advertirle del libro que lleva, pero me detengo de inmediato porque, a su lado, qué sé yo de advertencias. Y sonrío cómplice porque también me leí La mujer rota, de Simone de Beauvoir, y porque desde hace tiempo nada sé de roturas o composturas.
Ҩ
Un pequeño como de siete años. Manojo de cachetes rosados y cabellos sudorosos. Risas. Pantaloncito corto, altas calcetas rojas. Larga playera azul. Manitas regordetas. Corre delante de su mamá, toda fatigada y bolsas del mandado. El niño llega a la parte de atrás de la librería, parece que toca una base y regresa a la puerta de entrada. Se topa con su mamá en el camino. ¡Pregunta, pregunta, pregunta! Y corre de nuevo a la parte de atrás. El niño atleta pasa la mesa de Recomendaciones, la que tiene el juego de mesa, la escalera, dos señores. La mamá, que también es puro manojo de cachetes rosados y cabellos sudorosos, baja la bolsa del mercado. “Hola, estamos buscando libros que hablen de la segunda guerra, algo como para mi hijo, pero también como para mí”. El niño insiste, mientras da su vuelta final: “¿Lo tienen, lo tienen, lo tienen?”. “Tenemos algunos ejemplares en el librero de Historia, por este lado, sígame”. “¡Mamááá, ya lo encontrééé!”, un estruendo desde la sala de piso azul, llegó a la meta.
Hace mucho tiempo no me siento con mamá a leer, juntas, pegaditas, una historia triste; preguntando qué significa nazi, qué es odio o por qué la guerra. Hace tiempo también que ya no soy atleta.
Ҩ
Entonces tomo un libro de la sección de Poesía. No lo pienso mucho. Busco un título. Algo sobre unas bestias y un hotel de paso. Me interpela el título, pero en su portada hay un alebrije, y quiero saber qué bestias contiene. Lo leo, pero no entiendo. Puede que sea el sopor del mediodía aquí arriba, donde aguardo a que surja esta nota. Quizás las imágenes tan imposibles. O la referencia a la artesanía colorida. Llego a una página al azar. Leo en voz alta, pero sigo sin entender. Regreso al estante de poesía, acurruco el ejemplar junto a sus hermanitos. Gracias, pero no es hoy. Volveré pronto.
Ҩ
Sé que hay libros que no son para una. Pese a que la portada y el título hayan alumbrado mi ojo. Seguro alguien ya lo está buscando, ya ronda este pasillo. Hay libros que son para dejar a la mitad, que se vuelven pura especulación, y justo ahí radica su belleza. Otros que sin duda podré recomendar, porque se leen y se vuelven familiares, amigos íntimos. Y hay otros para los que tengo preguntas, angustias, dolores. ¿Ha leído a este escritor? ¿Qué le parece? ¿Leyó a esta poeta? ¿Le gustó? ¿Le gustan las historias sobre gatos? ¿Ha leído ciencia ficción? Y con estas acechanzas, como diría mi querido Manuel Matus, se pasan los días cuando hay sol, cuando no nos atraviesa la vida incontenible.