Boletín FAHHO Digital No. 28 (Jul 2023)

Escribir en el tiempo: enviar cartas

Karina Sosa
Fotografía: César Saldívar, Estampas de un espacio, Mufi, 2018.

Desde siempre deseamos. Debiéramos llamarnos los seres deseantes. Los que no cesan de desear. Sabemos de nuestro afán por crear alfabetos que nos permitan expresar esos deseos. Nos quitaban el sueño las bestias gigantes que no lográbamos atravesar con nuestras lanzas, entonces tuvimos que pintarlas en las cuevas. Aparece, por ejemplo, un hipopótamo en Lascaux. Aparecen manos (como en la extraordinaria Cueva de Las Manos) o caballos, aves y otros símbolos que hemos intentado traducir.

Primero fue en piedra. Grabamos representaciones para hablar de nuestros días y el mensaje quedaba allí: una carta para los que vendrían. Señales como migas de pan en el camino. Luego fueron otras superficies: arcilla, papiro y después el papel.

La carta estuvo allí siempre. Fue por la necesidad de comunicar nuestra angustia y nuestro desasosiego por habitar este mundo. Las primeras cartas se escribieron en cuevas que hoy se esconden bajo las piedras.

Hemos escrito cartas desde que se inventaron los primeros alfabetos. Cartas que hoy no comprenderíamos, extasiados (algunos) por obtener respuestas de inteligencias artificiales o por la respuesta hiper veloz de lo inmediato.

Las cartas tienen eso de incertidumbre. El tiempo, la pausa, los caminos que deben atravesarse nos hacen esperar una carta como si nuestra vida dependiera de ello. Y es que es así: una carta es una posibilidad. Los papiros o cartas de Hekanaj (1917 a.n.e.) siguen allí para decirnos que por más fugaz que sea nuestra existencia, algo de nosotros perdurará.

La sensación de no tener certezas nos conduce a desear un momento más de vida hasta que el cartero toque a la puerta o un sobre se deslice bajo la misma.

En poemas, cuentos y novelas que he leído, las cartas están allí para trastornar o transformar las existencias de sus destinatarios. Me acuerdo de que en Hotel Savoy (la novela del maestro de la correspondencia, Joseph Roth, quien sostuvo grandes conversaciones por medio de cartas con su amigo Stefan Zweig que pueden leerse en el libro Ser amigo mío es funesto, de Editorial Acantilado), Gabriel Dan (protagonista de la novela) recibe varios recados para indicarle que debe abandonar el lugar debido a que no ha pagado su estancia en el maravilloso y desquiciado hotel Savoy. ¿No es una de las cartas más tristes? Debemos irnos de aquí. Ese funesto anuncio, que podría ser más bien clasificado como un recado, nos advierte que no pertenecemos a ese mundo. Vaya tristeza.

Otra existencia situada en la ficción y la epístola es la de Emily Dickinson. Emily, la poeta que sí conoció el mundo y que en algún momento decidió apartarse para existir a través de su lenguaje, escribió: “Una carta es la alegría de la Tierra denegada a los Dioses”.

Las cartas seguirán existiendo como esos artefactos que los primeros seres vivientes desarrollaron para que pudiéramos llegar nosotros a destruirlo todo. “Mientras haya emociones, siempre habrá letras escritas”, lo advierte Silvia Ferrara, en su bellísimo ensayo “La gran invención”. Escribir una carta es lanzar un mensaje al vacío.

Siempre fue así: deseábamos transmitir nuestros pensamientos. Buscamos la manera de que nuestras ideas permanecieran en la Tierra. Exploramos todas las superficies. Hasta llegar a escribir un recado sobre un papel. Un recado simple. Una lista o una indicación. Y pensamos que eso debía permanecer, sobrevivirnos.


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