Boletín FAHHO No. 17 (Mar-Abr 2017)

ENTRE ONDAS HERTZIANAS…

Charly Kruzdhi

He decidido darle un giro inesperado a uno de los momentos más simples y ordinarios de mi día. No hablo del momento de vestirme ni mucho menos de los 15 minutos que corro todos los días para intentar hacer un poco de ejercicio. Me refiero más bien a ese trayecto que va del trabajo hacia mi hogar al terminar la jornada. Y es que, de un tiempo para acá, dejó de ser esa rutina impertinente, ese cansancio lastimoso que buscaba recompensa con un buen baño de agua caliente para olvidarme de tensiones y pendientes. Simplemente tuve la ocurrencia de sintonizar la radio, sólo para detener un poco el sonido de los cláxones, sincronizados con el ritmo acelerado de esta bella ciudad, que en algún momento, no sé cómo, se llenó de inercias y de estrés. Y entre tanto nervio colectivo, elevé el volumen justo cuando comenzó el relato, una historia, más bien, una especie de cuento, de un hombre ciego y sabio que vivía con su hermana en una cabaña junto al bosque, y en ese instante, como de la nada, ese bosque comenzó a vislumbrarse en mi cabeza, así de inmenso, repleto de vida, de frutos de colores y de formas cada vez más detalladas. Era un paisaje nuevo, lleno de árboles de pino y cedro. Una sucesión de imágenes iluminando mi cabeza, dando un paseo inesperado por no sé qué parte del planeta ni en qué tiempo ni en qué espacio. Con especial calma, mi visión se completó de aromas, de músicas de viento, de voces que contaban un relato que detuvo los minutos, transportándome de pronto a mis recuerdos. Ya no era sólo el cuento, ahora, yo estaba sentado en el regazo de mi abuelo, pidiéndole otra historia de las que solía contarme. Se mezclaron mis recuerdos con la fantasía que escuchaba en las bocinas de mi auto. Me aferré a la emoción que provocaba, me reclamé por no saber cuándo dejé de disfrutar de un historia, me sentí culpable por todos esos libros que ya no había leído y más por los favoritos que nunca volví a abrir. Llegué a casa y apagué el motor, pues seguía escuchando cientos de sonidos que salían de golpe seduciendo mis oídos. Me esperé hasta el desenlace, me detuve hasta asegurarme que la historia había concluido. Una idea se apoderó de mí: tenía que volver a experimentarlo. Al día siguiente busqué el pretexto para salir un poco antes y estar más preparado en el momento exacto para volver a encender la radio pública, y ahí estaba, una nueva historia, una que mi empolvada imaginación agradecía. Primero fue “La moza tejedora”, luego “Sopa de clavo”, siguió “Frederick”, de ahí “Las plumas del dragón”, “Strega nona”, “Los tres hermanos”, “El adivino” y no sé cuántas historias más. Le avisé a cuantos pude; les conté a mis sobrinos y a mis amigos para que hicieran lo mismo. ¿En qué momento dejamos de alimentar nuestros oídos? Cuándo fue que dejamos de escuchar, de respirar, de imaginar, de leer… ¡Qué enriquecedor resulta escuchar de voz de un cazacuentos y una historia hecha para mis oídos, para los oídos de cualquiera que esté dispuesto a soñar despierto! Si tan sólo más niños, más jóvenes, más adultos o más ancianos se lo permitieran, seguramente algo muy bueno saldría del sencillo hecho de cerrar los ojos y volar como niños ansiosos dispuestos a sonreír sin detenernos. Un libro debe estar siempre al alcance de cualquiera y si no lo está, hay formas más aventuradas, como la que nace entre las ondas hertzianas del programa Cazacuentos. Habrá que aficionarse a la pasión con la que muchos lectores voluntarios entregan su talento; habrá que reconocer que hacen falta más espacios para difundir el arte de leer. Sin embargo, también habrá que seguir disfrutando de la radio en sincronía de más proyectos, como el de Seguimos Leyendo de la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca y CORTV Radio.

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