El moisés líquido o del agua
Que haya trabajo, pan, agua y sal para todos.
Nelson Mandela
Bruno, triste, miró a sus perros, gatos, gallinas y a una cabra putrefactos, flotando en el río fúnebre que caía montaña abajo. Apretó los puños y los dientes, mientras observaba. Buscaba a Río, cuando de pronto este, fuerte, ancho, oscuro y cristalino salió de su cauce e invitó al niño a tomar asiento en una gran roca. Sus barbas y cabellos hirsutos chorreaban.
—Bruno, te conozco, ¿qué te sucede? —le preguntó Río.
—Mis amigos mueren cuando te beben, y me dijo la abuela que era por tu culpa; ella tiene miedo, así que me mandó a buscarte.
—Mmm, poco puedo hacer —contestó el Viejo Agua.
—Mi abuela me dijo que te diera esto
—y le extendió una jícara con cacao cubierta con un paño blanquísimo bordado.
—¿Por qué? —preguntó Río extrañado, mirándolo fijamente a los ojos—.
Mira, yo soy el Alfa y Omega, soy las tres partículas cósmicas y etéreas que en el universo crean la vida. Desde el origen de esta, Lilith y su compañero, en el Edén, antes y después de comer el fruto desnudo de la sabiduría, —Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal—, me bebían y hacían sus abluciones sagradas; incluso, antes de engendrarte entre mis cuatro brazos, Pisón, Gihón, Hidekel y Phirat, estos dos últimos también llamados Tigris y Éufrates, quienes regaron los edenes colgantes de Babilonia, los sabios me bebían e inventaban Las mil y una noches, y los números que miden al universo y al átomo. Confucio, Lao Tse y Mao me dijeron “Gracias, Yang Tse”, mientras tomaban el sol, la luna y a mí; y los campesinos y sus compañeras, frente a la muralla, se unían para hacer germinar los arrozales. Y de mi cauce los fenicios iniciaron la alquimia, y sus mujeres, la agricultura; al mismo tiempo, Keops, el faraón gatuno, ronroneaba papiros, barcas, cerveza y mis nombres, Iteru, Al nil o Nilo. Khalil Gibran y sus cedros pensantes me reverenciaban como Nahr al Litani o Baalbek en Líbano.
Luego de esa larga presentación, Río guardó silencio. Miró de soslayo al pequeño. Cruzó una pierna sobre la otra y, señalando con el dedo hacia lontananza, continuó:
—De mi cuerpo salieron los peces y las plantas que lo mismo alimentaron al esclavo que a Buda o a Mahoma; santificó el bautismo de dos primos unidos por el infortunio, Juan y Yoshua. Sin mí no habría civilización ni cultura, ni hombres ni vida: Me llamo Legión, Rhin, Po, Jordán, Usumacinta, Maskvá, Bravo, Papaloapan, Vístula, Atoyac, Volga, Amazonas, Danubio, Jalatlaco, Don, Támesis, Sena, Tíber, Balsas, Véneto, Ganges, Níger, Orinoco o Argentum.
Bruno miró los pliegues en la frente de Río, “Es un joven viejo”, dijo para sí. Tomaron asiento bajo un ahuehuete y en el cuerpo líquido de Río, los peces multicolores brincaban, y los nenúfares violetas, blancos y azulencos del impresionismo, flotaban. Sol cenital.
—Puedo ser el más sensible, dócil y tierno, soy arroyo y arrullo; cuna, moisés y mortaja. Soy laguna, sangre, efluvio divino, mar, río subterráneo, saliva, océano, lago, sudor, amnios, cenote, granizo, nieve, manantial, glaciar; o las lágrimas filosas de un niño hambriento, con sed, o de una madre o un padre llorando ante el cadáver de su hijo tendido. Nezahualcóyotl, Cuitláhuac y nuestro último tlatoani, el abuelo joven, Cuauhtémoc, ungieron sus cuerpos en mí cuando yo, helado, brotaba del Popocatépetl en la gran ciudad flotante de Tenochtitlan y antes de que la bella Águila que desciende, que no cae, se metamorfoseara en Evémero y aquí, en Huaxyacac, el Señor 8 Venado Garra de Tigre y la bella Donají también fueron paridos en las riberas de Apoala y del Atoyac.
Río y Bruno echaron a caminar y entraron a una caverna, descendiendo entre penumbras. En sus aguas turbias bamboleaban animales, flores, ¿un niño, una niña?, con los vientres hinchados, y, en la ribera, un xoloitzcuintli hacía cabriolas y olisqueaba a los recién llegados.
—Aquí, en el Mictlán, Tierra de los Muertos, entre los ríos Apanohuacalhuia y Apanohuaya; aquí, en el Hades, me llamo Aqueronte, Dolor, Cocytus, Lamentos, Phlegethon, Sangre hirviente, hasta llegar al río Leteo u Olvido o al Estigia o Sagrado. Triste y furioso soy ciclón, maremoto, tornado, huracán, tsunami, tifón, diluvio o veneno porque me ensucian y han abierto el canal a mi compañera, La Tierra, para sacarle del vientre divino las piedras lunares que los dioses machos Belcebú, Baal, Moloch, un becerro áureo y los resplandores de Mammón ordenaron llevar al altar de los sacrificios.
Un silencio se alargó, reptando.
—Bien, Bruno, ahora ya lo sabes. Anda, ve a casa, te deben estar buscando.
—No, espera, ¿cómo te puedo ayudar? —, preguntó el niño abriendo sus ojos.
—Mmm, aún eres muy pequeño, pero busca a quien, humilde y descalzo, siembre árboles, cree bosques, cultive amorosamente la tierra, a quien acaricie maravillado, con ternura, una gota titilante del rocío al amanecer y a quien aspire respetuoso los colores de los pétalos.
El niño le observaba, oía atentamente y entrecerró sus ojos.
—Diles a tus amiguitos que ni su Madre Tierra ni yo somos basurero y a los adultos, ah, los necios, diles que les regalamos la alquimia para hacerles menos penoso y triste el viaje, como a Prometeo el fuego, no para que nos echen sus venenos. Diles que todo lo que esté a favor de la vida, eso, eso es el bien.
Brunito —continuó Río— recuerda a los africanos: el agua sucia no puede lavarse. Busca a quien piense, trabaje y actúe para las generaciones venideras. Bruno miró cómo en el cuerpo del gigante líquido los peces y las caracolas fluorescentes nadaban y curioso metió sus dedos en el costado de Río y una medusa azul cobalto le rozó suavemente.
—¡Ah!, y devuelve esto a tu abuela, dale las gracias —y le regresó el pañuelo— y dile que, cuando llegue el momento, ella lo sabrá, no tendrá miedo alguno y que, con este bordado, deberá cubrir su cabeza; y que Perrito, aquí a mi lado, la espera; dile, ella sabrá qué debe hacer contigo y con su gente. Anda, sigue ese hilo plateado de telaraña hasta la salida.
Río le dijo todo esto con los ojos cristalinos y la voz ronca, cayendo en cascada. El perro lamió las manos del pequeño, quien empezó a subir en silencio a la cima de la dulce montaña ensangrentada y, cuando salió del bostezo de la Tierra, miró a los niños y a las niñas trepar a los árboles, jugando, arrojarse al agua limpia con sus sonrisas
colibríes, mientras otros comían ciruelas, membrillos y mangos verdes sentados en la ribera.
“¡Hey, miren, ya llegó Bruno, ya llegó! ¡Ven, ven a jugar con nosotros, ven…!”, le gritaron. Y Bruno recordó a su abuela y alcanzó a oír los ladridos agudos de un perrito a lo lejos, muy a lo lejos…