Boletín FAHHO Digital No. 5 (May-Jun 2021)

El misterio de las voces del pasado

María Isabel Grañén Porrúa

Dicen que los muertos no hablamos. Quizá, algunos no suelen hacerlo. Y aunque todo esto es muy misterioso, Juan Rulfo lo sabía muy bien. Es verdad, con el tiempo las palabras han ido perdiendo fluidez y consonancia, pero no importa, no hay otra manera, por lo menos así nos enseñaron y todavía no se ha inventado algún método mejor.

¿No me creen? ¡Cómo! ¡En este momento les estoy hablando y bien que me están poniendo atención! No se preocupen, ni se asusten, no es un asunto de mediadores. Solo quiero aclararles que ustedes, amados lectores y escuchas, tienen el don de comprender las palabras de los muertos. ¿Se extrañan? ¡Cómo! Bueno, la humanidad está llena de historias, literalmente, increíbles, como la de dioses que juegan con el destino de los hombres, la de iniciados que bajan al infierno, de viajeros a las estrellas y de aquellos que, pareciendo inocentes, resultan ser los verdaderos criminales, y, díganme, ¿cuántas veces no han escuchado a los animales que nos refieren lecciones morales con sus fábulas? Pregúntenle a Homero, Virgilio, Esopo, Quetzalcóatl, a Antonio Helú y al Principito de Saint-Exupéry. Pero no teman, incluso los incrédulos y escépticos son capaces de sentir las voces de los muertos. La amenaza, para nosotros, siguen siendo los desinteresados y, créanme, el mundo está lleno de desidiosos.

Las palabras nos arropan con su magia, por eso, desde siempre las amé. Los cantos de mi madre mecieron mis sueños y los cuentos árabes que leía mi padre me envolvieron en su fascinación. Él era un hombre de ley y sus enseñanzas sellaron mi vida para siempre. Tanto amé las palabras que estudié Letras árabes y me enamoré de la poesía. Me volví un aficionado a las declamaciones Al Zajal, esas que se cantan con un pandero o un tamboril en alguna celebración sobre la vida, el amor y la muerte. Mis paisanos y yo solíamos sentarnos alrededor de la mesa llena de platos variados con el mezze libanés y vasos llenos de arak, entonces declamábamos versos y, de forma improvisada, comenzaba el desafío poético, enaltecíamos la belleza de Líbano y el diálogo entre las diversas comunidades.

En el Bled, mi tierra, conocí el amor y la belleza. Mis ojos se deslumbraron al ver a Wadiha, la luz de mi inspiración; era como si los rayos del sol la hubieran tejido y las rosas del jardín hubieran teñido sus mejillas. Tenía tan solo quince años cuando le propuse matrimonio y, después de la boda, zarpamos hacia América, con la esperanza puesta en el horizonte. ¿Qué nos guiaba? ¿Eran los sueños, la valentía, el temor? Sí, todo eso y otros sentimientos encontrados. Llegamos a México de luna de miel y nunca más volvimos a Líbano. Mi alma quedó dividida en dos: una, que evocaba los recuerdos y los dolores de mi patria, y la otra, que me acompañaba en el nuevo país que haría mío.

Pero no quiero distraerlos. Las palabras de los muertos, como les decía, siguen vivas y en mí ha prevalecido la esperanza, he sido muy paciente. La memoria de mis palabras quedó viva en las anécdotas que mis hijos mexicanos contaban a mis nietos y estos a sus hijos. La oralidad ofrece frescura y vitalidad, eso me mantenía vivo. Pero, aun así, mis palabras vertidas con la dulce tinta seguían a la espera. Esperé más de cien años, hasta que la esposa de uno de mis nietos menores fue la elegida para transcribir mis huellas de amor y mis senderos trazados. Entre una descendencia fructífera, que hoy suman más de trescientos once miembros, por fin, llegó un alma paciente y curiosa que sintió una atracción por mis escritos y buscó la ayuda de otro amigo libanés, Nabil Semaan, para traducir lo que estaba en árabe. Ambos fueron seducidos por la magia de mis letras.

La mujer paciente dice que fue gracias al confinamiento del año 2020 que encontró tiempo para poder transmitir mis palabras a las nuevas generaciones. Según ella, siempre está muy ocupada. Entre sus quehaceres, ella y mi nieto se dedican a sembrar cedros en Líbano y millones de árboles en México, además, rescatan “papeles viejos” para que perduren y encuentren seres alados que le den voz a aquellas letras olvidadas. Ella se siente elegida para reescribir mis palabras y, a veces, jura que la visito, y, mientras tomamos café árabe, le cuento anécdotas de aquellos años cuando llegué a México. Yo soy solo un portavoz, un simple vocero, mi nombre es Al Jawater, Las Ideas, soy el periódico que fundó José S. Helu hacia 1909 y que, después de varias interrupciones, llegué a mi fin en 1935, con la muerte de mi editor. En esta publicación, don José vertió su alma y su visión del mundo. La mujer paciente lo ha comprendido y se ha enterado de algunos detalles de su infancia, ha participado de eventos familiares, ha conocido a sus amigos y sus poemas, ha frecuentado a los miembros y actos de la comunidad libanesa en México, sabe de su admiración por este país, su lealtad por Líbano y cómo consagró su vida a la familia.

Las letras son un vehículo eficaz que nos enlaza con nuestros ancestros, tienen la magia para revivirlos y hacerlos presentes. Lo cierto es que llegó el momento. No sé si fue la pandemia del COVID-19 o la alineación de los astros, pero después de más de cien años de espera, es ahora la ocasión: se cumplió el oráculo y, por fin, las palabras de José S. Helu han cobrado vida y resuenan en los oídos. No lo sé, todo esto es tan misterioso que incluso me pregunto si es verdad que en algún lugar del Olimpo, los dioses habrán escrito el destino de los hombres.


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