EL DESENCANTO DE LA ÓXIDO-REDUCCIÓN O PARA QUÉ SIRVEN LAS BIBLIOTECAS
Hoy les pregunté a unos niños de primaria:
—¿Para qué van a la escuela?
—No sé —dijo uno.
—Para aprender —se apresuró el mayor.
—¿Aprender qué?
—No sé, las tablas y eso —y siguieron jugando.
Los veo a ellos y a todos los que vienen por la tarde a la biblioteca a jugar con las compus, a los talleres, a las pelis y a leer los libros de monstruos. Los veo ahora y me recuerdo en la escuela, durante noches enteras tratando de entender quién ganaba y quién perdía electrones, balanceando reacciones que en teoría debiesen ser tan fascinantes como el cálculo diferencial y otras tantas cosas que nunca entendí. Y no sé nombrar con certeza qué es lo que está mal.
Quiero pensar que el sistema educativo enseña cómo está construido el mundo, el natural y el social; que está diseñado para incentivar el desarrollo social a través del crecimiento de las nuevas generaciones en conocimientos y habilidades que no sólo son utilitarias, sino que tienen sentido y claridad para quienes están dentro de ese sistema. Y veo a mis pequeños visitantes, recitando tablas y buscando el mínimo común múltiplo en la vida real. Enlistan fechas y rellenan hojas con nombres de presidentes, curas y guerreros que resultan tan lejanos que les parecen personajes de ficción. Otros, los niños más grandes, llegan a la educación técnica o universitaria y, bendito Dios, ya no tienen que aprender cosas que no les interesan. Ahora “sí sirven”. Y no sé si sirva tener todos estos niños-jóvenes-adultos con saberes fragmentados, inconexos, sin saber de dónde venimos ni a dónde vamos (al trabajo, supongo), pero que a todos nos permiten aspirar a “mejores empleos”.
Y los miro en la repetición memorística, desencuadrada y sin sentido, que sólo puede producir personas repetidas, desencajadas, sin sentido, que “aprendieron” lo que les dijeron y, aunque no lo recuerden, caminan el camino. Entender es lo de menos si repiten bien.
Defiendo la educación y el aprendizaje. El error no es ése. Lamento profundamente que haya tantas generaciones que sigan sin saber que la escuela debiese ser el mapa para encontrar tesoros ocultos. No es su culpa. Pero hay quienes lo sospechan y otros lo encontramos por accidente: un encanto en el saber. Eso no se enseña en un sistema que parece perico de tanto repetir. Se contagia por la boca de otros que se han sorprendido antes. Son sus palabras las que murmuran pistas y que gritan desde tantos tiempos y lugares, entre libros y sus mágicos recintos.
Y necesitamos más suspicaces, afortunados y curiosos, que topen en esas palabras las ciencias, la filosofía, las artes. Para entender, para poner en perspectiva, para conmovernos de la maravilla que es estar en un universo más grande que todo el entendimiento humano.