Boletín FAHHO Digital No. 5 (May-Jun 2021)

El curioso caso que no es solo uno (Cuento de misterios)

Jessica Santiago

Una vez más esa mujer se detuvo frente a la reja. Colocó la mano derecha sobre el metal mientras con la otra sostenía el celular, lo miró, observó la reja, volvió a mirar el aparato y luego volteó hacia la calle. Dio unos pasos hacia atrás sin dejar de observar el interior del callejón y se fue. Ha hecho este ritual desde agosto y, casualmente, siempre la veo, sé que es la misma.

Hoy hace un año que esa reja clausuró un paso, la reunión, la visita, el concierto, los libros. Debería tener el valor de acercarme y decirle a esa mujer que, como la mayoría de los edificios donde había alguna oferta cultural o artística, la Fundación había cerrado las puertas de sus filiales, desde las bibliotecas hasta los museos para evitar que más gente contrajera el virus, y eso incluía la reja que tenía enfrente. Pero seguramente lo sabe —tendría que saberlo— y solo viene a perpetrar un ritual que un día, el menos pensado, logrará que esa reja se abra y nos devuelva a la algarabía. En ocasiones yo también lo he hecho: si quiero que suceda algo me acerco a ese hecho, lo nombro y lo mantengo en mente, lo invoco, “Mañana”, pienso, “Quizás la próxima semana”. Lo hago incluso más seguido de lo que quisiera admitir.

Hace poco caminaba sobre la calle de Reforma, a la altura de la hemeroteca, y observé el Mufi, miré con insistencia las ventanas de la tienda y el buzón que aguarda, “Quizás pronto”, me digo. A veces voy sobre Porfirio Díaz y me detengo en la esquina de Morelos. Me acerco a una puerta y palpo las paredes de la casa amarilla que tienen rastros de un poema, los vidrios de las ventanas están limpios, pero sigue cerrado; desde hace tiempo ningún “Nos vemos en la Henes”, ningún “Hay jazz en la Henestrosa” o “Uy, ese libro lo vi en la Henestrosa, pregúntale al bibliotecario”. También he detenido mi andar al pasar por el MIO: miro hacia su construcción como no queriendo, volteo para percatarme de que nadie me observa; ojalá, como en las escuelas durante las vacaciones, llegue a escuchar el eco de las risas de los niños, los gritos de las maestras, el timbre que anuncia que terminó el recreo. Y sigo caminando, volteando hacia las bibliotecas, los museos, las galerías.

Cierto día, en el camino de regreso a casa, noté que a la altura de una biblioteca que ofrece libros en inglés se detuvo un par de individuos y vi en sus gestos el mismo ritual de la mujer de la reja, el mismo accionar que llevo a cabo cuando paso frente al Mufi o frente a la Henestrosa: miramos, tocamos, volvemos a mirar y seguimos. No me causó extrañeza, necesitamos volver a pedir libros prestados, sentarnos en el piso de la inauguración de una exposición, ponernos a bailar solos el día del concierto, caminar por pasillos mirando fotos, reconociéndonos en esculturas en las manifestaciones de arte popular.

La cosa es que hace poco lo vi con más claridad: aquella mujer no era la única que hacía lo de colocar la palma de la mano en las puertas, es más, ni siquiera se trataba de la misma persona cuando veía esa silueta afuera de San Pablo. Somos demasiados haciendo el mismo ritual. Hace unos días caminaba sobre Hidalgo, justo en la otra entrada de San Pablo, donde también hay una reja, y lo vi: se detuvo un chico, iba en bicicleta, observó, tocó, se fue. Luego fue un hombre mayor afuera de la Casa Antelo, el Museo Textil, me coloqué a cierta distancia para verlo mejor: luego fue una niña que iba con su mamá, después una mujer, finalmente un grupo de muchachos, todos hicieron lo mismo. Y no me extrañó en absoluto, al contrario, algo se movió en mi cabeza, estaba emocionada. ¿Acaso nadie más podía verlo? ¿No se daban cuenta de que tantas personas hacíamos el mismo ritual?

Hoy escribo esto detrás del vidrio de una ventana, aguardo. Cada vez más personas pasan por la reja, por las ventanas, colocan su mano sobre ella y se observan, como si supieran la razón de hacer eso, asienten y se van. Estoy por descubrir algo, estoy segura, pero aún no sé qué es.


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