Boletín FAHHO Digital No. 16 (Jul 2022)

Detrás de cada libro hay un detective en ciernes

Cathy Fourez

Entre las piedras volcánicas que dan un aire monástico a la biblioteca José Lorenzo Cossío y Cosío en la Ciudad de México, vela –en aras de la florescencia y el brío del espíritu humano– un bello y cautivador mestizaje literario, destello de la audacia letrada de sus dos ilustres lectores. El señor Cossío y Cosío y su padre, Cossío y Soto eran sin duda alguna, apasionados de la poesía y la dramaturgia, de los versos y las didascalias que se derraman en muchas de las lustradas repisas de su santuario del saber. Más allá de los romances y de la épica, de las elegías y de la tragedia, se anclan –en la solemnidad de la palabra deleitosa– historias de crimen escoltadas por su laberíntica comitiva de conflictos, misterios, confusiones y vuelcos.

Se dilatan junto a las musas Calíope, Talía y Melpómene, tanto los bandoleros de la incipiente novela mexicana de aventuras, recortada en el bullicio histórico del siglo XIX, como ladrones primorosos y avispados que compiten con acuciosos sabuesos de traje impecable y de mirada afilada. Los relatos de la criminalidad rural y urbana, hampesca y de alto linaje, recontextualizados en los sobresaltos de la época virreinal y la caótica construcción del Estado Nación con la firma de Manuel Payno o la de Vicente Riva Palacio, desocupan poco a poco el registro del catálogo de las Letras para otorgar un lugar aceptable a historias de corte hermenéutico en las que se deshilvanan e interpretan las monumentales cuestiones del orden y el caos, del enigma y de su solución, del mal y de sus ilimitadas identidades.

La clásica novela policial, a la vez, tan desprestigiada por la élite intelectual de aquel entonces y con el tiempo tan estimada por sus más insignes representantes (Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, entre otros), convida en el acervo Cossío y Cosío a lecturas plurales que remiten a sus astutos y heroicos seres de papel, detectives atípicos que potenciaron las narraciones de la búsqueda del secreto y de su revelación. La riqueza de este patrimonio ficcional encapsula a las figuras emblemáticas de un género que se divierte sagazmente con la imaginación y el virtuosismo de la explicación, se asemeja en su dinámica a un tablero de ajedrez para enfatizar la fuerza de la razón, y enseña a ver lo que se oculta, no solo detrás de las apariencias, sino entre las líneas.

Los lectores Cossío y Soto y Cossío y Cosío, al estilo de los técnicos de la investigación en la literatura policial, fueron indagando, descubriendo y desentrañando la enjundiosa existencia textual de estas intrigas, penetradas por lo incomprensible y amparadas por la lógica, formidable instrumento y poder de deducción. Entendieron que Edgar Allan Poe, Conan Doyle, Maurice Leblanc y Antonio Helú impulsaron, en un marco de reglas narrativas exigentes, una insólita manera de contar, al hacer de la sospecha generalizada, el interés dramático de la ficción, la cual se organiza alrededor de una inteligencia justiciera que está trabajando para contrarrestar lo criminal y restablecer el equilibrio perturbado.

Supieron valorar lo que maravillaba a Wilkie Collins como pionero y más tarde a Rafael Bernal como renovador, o sea, la petición de superponer dos series temporales y la enunciación de la pesquisa que está en busca del ausente enunciado del crimen.1

Esta cronología a contrapelo inventó la literatura de deducción en acción en la cual los lectores se empecinan en emular a los protagonistas detectivescos a fin de reconstruir el sentido de un texto fragmentado y truncado.

Cossío y Soto y Cossío y Cosío, padre e hijo, siguiendo el ejemplo del periodistasabueso Armando Zozaya y de la escritora María Elvira Bermúdez, se embebieron en las exploraciones semánticas del whodunit ‘novela policiaca’ con la espera ansiosa de una aguda experimentación sobre la narratividad, probablemente porque revisitaban una de las preguntas esenciales de nuestra existencia que no cesa de perseguirnos: “¿Quién es quién?”.

*Universidad de Lille, Francia.

1 Michel Butor, L’emploi du temps (1956), Éditions de Minuit, Paris, 1995.


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