Boletín FAHHO No. 19 (Jul-Ago 2017)

DE CUANDO EL AMOR CABÍA EN UN SOBRE

Rocío Ocádiz

Imaginemos una Ciudad de México en la que aún no existía el Metro (mucho menos el Metrobús); una ciudad en la que los teléfonos en casa eran sólo una realidad de hogares acaudalados, y el color del cielo aún era azul.

En esa ciudad, los diálogos amorosos forzosamente debían tener lugar en el parque, en alguna cafetería… o bien, por escrito: en algún mensaje o nota entregada al depositario de tales amores. Pero si uno de los enamorados no vivía en aquella gran ciudad, el amor, literalmente, viajaba por correspondencia.

Esa fue la historia de Guadalupe y Celestino. Tras conocerse en la ciudad de Pachuca, Hidalgo, aquellos jóvenes de 1942 pusieron su amor a prueba, al mudarse Celestino a la Ciudad de México con el fin de estudiar y prepararse en la gran capital.

Más de seis años de correspondencia epistolar registran, línea a línea, las ansias de encontrarse, las dificultades familiares, las vicisitudes de la vida al ser vivida de lejos, las noches de soledad y la angustia de perder la comunicación y el amor mismo al estar sometidos a la prueba (en aquella época, fatal) de la distancia. Esta serie de cartas dan cuenta de que el amor sigue siendo posible, aún en las circunstancias en que todo parece oponerse al encuentro de dos seres que tienden el uno al otro. Y también nos habla de que, sin esa voluntad decidida del que ama —ni con la instantaneidad de la comunicación electrónica de hoy—, el amor no puede ser posible.

El amor busca el camino, y aquí lo halló en los sobres que viajaban de la Ciudad de México a la oficina de correos de Pachuca, y de Pachuca al Palacio de Correos de México. Había un fin concreto en esas misivas, fin que se cumple tras más de seis años de palabras enviadas y recibidas, de mensajes que salen al encuentro de una voluntad empática a la que las envía, de planes que se fraguan en papel y logran finalmente ser realidad tangible sólo para dos.

Se pasa del blanco del papel al del vestido de novia; del negro de la tinta (y de los sobres con ribete de luto) al del traje del joven casi imberbe que lleva a su enamorada al altar; de las ilusiones esbozadas en cada escrito a la realidad de la convivencia de pareja que inició al fin con su matrimonio en un lejano 1949, un 31 de julio… día de San Ignacio de Loyola.

Echemos un ojo a estas cartas y contemplemos, quizá con asombro desde nuestra realidad de hoy, cómo las convicciones profundas y la fe en un proyecto concebido por un par de jóvenes del siglo pasado, hallaron feliz cabida en el papel y la tinta; viajaron 98 kilómetros para encontrar esos otros ojos que esperaban su lectura… y al leer hoy, quizá encontremos esas emociones que por lejanas se sentirán como nuevas, y tal vez nos conmovamos de tal suerte, que a nuestro modo, en nuestro tiempo, encontremos la manera de sellar también con un beso, una muy actual y posmoderna misiva de amor.

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