Crónicas de una chica de 17 años, o algo parecido
Una chica de 17 años sale de su primer trabajo a las 6 de la tarde. Por la mañana asiste a clases de francés porque sabe que dentro de poco se irá a París a vivir en algo parecido a la Terraza del Café de Arlés, de Van Gogh. La escuelita de idiomas está en la Calle del Punto, en ese caminito empedrado arriba de la Plaza de la Danza; al salir, baja por la calle de Matamoros, luego por Aranda y dobla sobre Morelos, hacia el norte, ahí encontró trabajo en una cafetería. Hoy ya no está el local de antes, pero en aquel tiempo a la chica le parecía que podía ser su Terraza en el café de Oaxaca, o algo parecido. Mientras aprendía sobre los distintos granos de café, a cómo molerlo y preparar las bebidas, entre una pausa y otra hojeaba una novela o un poemario de los que siempre cargaba (de hecho, leía mucho y tenía cantidad de borradores de cuentos y poemas de terror, o algo parecido: en realidad, también quería ser escritora). Al salir de la cafetería, a las 6 de la tarde, la chica olía a café como si hubiera entrado de cuerpo entero al costal de granos: la mochila, la ropa, el cabello, hasta los libros se llevaban su dosis de aroma.
Un día, al final de su jornada, pasó por la esquina de Porfirio Díaz con Morelos y escuchó que una voz femenina mencionó a Nathaniel Hawthorne y a Edgar Allan Poe. Se asomó: alrededor de un par de mesas llenas de libros, cuadernos abiertos y lápices se sentaba un grupo variopinto de personas que prestaban atención a la mujer que daba vueltas alrededor de las mesas. No sobra decir que la chica de 17 años había reconocido los nombres de los autores porque desde hacía unos años los leía con vehemencia, a ellos y a otros más. La chica entró al edificio y se enteró, primero, que eso era la Biblioteca Andrés Henestrosa; luego, que daban talleres sobre literatura (que eran charlas de lo más interesantes sobre las escrituras de otros tiempos y otros lugares) y, finalmente, que empezaban a la hora en que salía del café, pero lo más importante: que eran gratis.
Luego de ese taller de cuento norteamericano se inscribió al de ensayo, luego al de novela y después al de poesía. Entonces, la chica de 17 años que iba a clases de francés y que soñaba con ir a su Terraza del Café de Arlés ya no tuvo más 17 años: cumplió 18, 19, 20, 21. No fue a París y casi estoy segura de que no recuerda mucho del francés, pero se volvió asidua visitante de las estanterías abiertas de la Biblioteca, confirmó su cariño hacia los círculos de lectura, talleres y charlas, y vio cómo crecía su amor por la lectura. Estudió una licenciatura en Humanidades y de vez en cuando llevaba a sus compañeras y amigas a la biblioteca, ya fuera a tomar un taller o a hacer la tarea: el aroma del cedro aunado al de libro viejo la llevaba a pensar que quizás no tendría su café de Arlés, pero sí su biblioteca en Oaxaca (o algo parecido).
Con el tiempo se volvió colaboradora de una gaceta cultural y de vez en cuando cubría las presentaciones de libros que sucedían en la Henes (se volvió común decirle así a la biblioteca, no es necesario agregar más porque casi todos saben de qué recinto se trata); ahí conoció a varias escritoras que animaron aún más su sueño por volverse una; escuchó poemas en voz alta, asistió a conciertos, conoció a más autoras…
Luego, como era de esperarse, la chica de 17 años se convirtió en una mujer de 30, y entonces, animada por otros amigos, llamó a sus amigas y organizaron un círculo de lectura en donde también se escribía poesía. Un día, la chica que antes tuvo 17 años se sentó en una de las mesas
al frente, como presentadora, como autora ella misma de un libro que escribieron en reunión y comunión muchas chicas de 17 años como ella. Un día, la mujer de 30 años recordó a la chica de 17 y estuvo segura de que esa tarde en que salió del trabajo oliendo a café y que decidió escabullirse al taller de literatura norteamericana fue mejor que irse a buscar su Terraza del Café de Arlés, o algo parecido.
Muchas gracias a todas las personas que hacen que la Biblioteca Henestrosa se sostenga: gracias por las enseñanzas y el cobijo. Incluso ahora, cuando pienso en ese primer taller, a mi mente viene el aroma de café y el amarillo de sus paredes de hace 13 años.