Boletín FAHHO Digital No. 32 (Nov 2023)

Bitácora de una viajera

Freddy Aguilar

Los periplos de libros y bibliotecas se pierden en sus estelas. Plutarco nos narra el incendio de la Biblioteca de Alejandría, durante la guerra entre el ejército egipcio y Julio César, en el 48 a. C. Imaginamos cómo parten los libros sustraídos de la Biblioteca de Pérgamo en las naves de Marco Antonio que vadean la isla de Lesbos, en el mar Egeo, navegando entre Karaburum y Chios, remontando Samos para cruzar el Archipiélago de Dodecaneso antes de llegar al Mediterráneo, saludando a su paso a Heraclión, en la isla de Creta, con el objetivo de alcanzar Alejandría, después de más de dos mil kilómetros de viaje, para compensar a Cleopatra por la pérdida de su biblioteca.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha cruza el Atlántico, proveniente de la península ibérica, y arriba al puerto de San Juan de Ulúa en 1605. ¿Qué historias nos contarían los libros si pudieran compartirnos sus viajes, infortunios y descubrimientos? En el año 2002, la Biblioteca Andrés Henestrosa todavía no era pública ni recibía ese nombre, pero se gestaba el proyecto de donarla a la comunidad, de convertirla en un espacio público. En ese momento, la colección que don Andrés reunió durante 82 años de su vida se repartía en cinco sedes: una pequeña biblioteca pública en la casa de descanso de don Andrés en San Jerónimo Tlacochahuaya; la colección principal, en su casa de la colonia Las Águilas, en la Ciudad de México, y tres “despachos” en un edificio de la calle de Motolinía, en el Centro Histórico de la capital del país.

En 2003, mientras el edificio que actualmente ocupa la Biblioteca era reconstruido bajo la dirección del arquitecto Enrique Lastra, un pequeño equipo nos dábamos a la tarea de procesar la colección más cercana, la de San Jerónimo Tlacochahuaya. El protocolo fijado era sencillo: retirar los libros de las estanterías para limpiarlos, realizar una inicial y somera clasificación por temas, inventariarlos en una base de datos y, ya clasificados, empacarlos en cajas rotuladas con números y epígrafes.

Don Andrés tenía su despacho en el cuarto piso de un viejo edificio de la calle de Motolinía, entre 5 de mayo y Madero, donde conservaba otra parte de su colección que se encontraba dispersa, además, en otros dos despachos ubicados en el tercer piso de ese mismo edificio. Estas fueron, precisamente, las siguientes colecciones por limpiar, inventariar y empacar. Viajamos hasta allá para iniciar ese proceso el 15 de mayo de 2003. Adabi proveyó el personal necesario, así como una computadora, impresora, papel, cajas, flejadora y otros materiales indispensables en la ejecución de nuestra empresa. Uno de los despachos había sorteado una inundación y el otro no contaba con energía eléctrica. En la noche del 14 de julio, después de dos meses de trabajo, la puerta de un despacho fue forzada y al día siguiente ya no estaban nuestra computadora ni su respaldo, tampoco una cámara fotográfica ni mi CD de la orquesta Baobab; el plan “B”, que consistía en colocar listas impresas en cada una de las 50 cajas que contenían los libros ya inventariados hasta ese momento, salvó la situación, pues, afortunadamente, no se habían robado ningún libro.

Terminada esta parte, dejamos las cajas flejadas en los despachos y nos instalamos en la biblioteca de don Andrés, en las Águilas. Nos recibía un hermoso recinto de diez por diez metros de lado, doble altura, cuatro ventanas en las esquinas y un enorme tragaluz; dos niveles de estanterías a los que se accedía por una escalera de caracol, así como pinturas de Chávez Morado, Rodríguez Lozano, José Luis Cuevas, Raúl Anguiano, Martha Chapa, Moisés Cabrera, Francisco Zúñiga, entre otros artistas. Pedimos una computadora más a Adabi para avanzar con mayor rapidez y, en una labor acelerada, pero serena, las estanterías fueron vaciándose poco a poco y el piso llenándose de cajas. El equipo compartía sus “descubrimientos” y comentaba las maravillas encontradas. Por la mañana nos visitaba don Andrés, todavía enfundado en su pijama, movía la cabeza y musitaba: “No van a terminar”. Él había pedido que la biblioteca se inaugurara el 30 de noviembre, día de su cumpleaños, para festejarlo por todo lo alto.

Finalizando septiembre de 2003 el proceso estaba prácticamente terminado y don Andrés, convencido. Hicimos fotos en las que hoy observamos el ambiente de nostalgia de ese momento. El 2 de octubre llevamos a cabo una última revisión y nos retiramos temprano. Un total de 624 cajas quedaron en el piso de la biblioteca de don Andrés a la espera de su viaje. Después de ese día, el tiempo comenzó a acelerarse. Las cajas guardadas en Motolinía se trasladan del centro de la ciudad a la colonia Las Águilas, pero había que madrugar, pues el reglamento de la CDMX indica que esas maniobras deben realizarse muy temprano por la mañana. Ahí, un tráiler de traslado de valores de 40 toneladas aguarda para recibir todas las cajas de libros: comienza una febril actividad a cargo del personal de la compañía PanAmericano que duraría horas. Las cajas llenan el tráiler hasta dificultar el cierre de la puerta trasera, y en cuanto se logra emprende el camino de poco más de 400 kilómetros hacia la ciudad de Oaxaca. Don Andrés despide su biblioteca con lágrimas en los ojos. Dos unidades más de la compañía de seguros flanquean y custodian el camión con su preciosa carga. Con el edificio todavía en obra, pero los libreros ya terminados, el tráiler arriba a Oaxaca el 25 de noviembre; luego, las cajas son depositadas en el espacio que hoy ocupa la oficina principal. Al día siguiente, un equipo integrado por personal de todas las filiales de la Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca llega a ayudar en el desembalaje y la 3colocación de los libros en las estanterías. La biblioteca queda lista para abrirse en la fecha señalada: el 97 cumpleaños de don Andrés Henestrosa.


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