Boletín FAHHO No. 37 (Jul-Ago 2020)

Aves, sonidos y silencios

Juan Manuel Herrera

Una experiencia inédita en el mundo, actualmente, es que miles de millones de personas están bajo la protección de las paredes de sus casas, ante el peligro de contagio del COVID-19 en las calles. Al detenerse la frenética actividad urbana, uno de los aspectos más notorios –como parte de un proceso global, único e inesperado de limpieza ambiental– es lo que escuchamos y lo que dejamos de oír. A la manera de un eclipse total de sol, cuando podemos ver y los astrónomos estudiar al astro solar, al ocultarse los ruidos cotidianos de manera brusca y gratificante, quedan algunos residuos del ruido en una descomunal proporción y destacan los sonidos que, aunque estén presentes siempre, solo ahora podemos apreciar de una manera plena y, sobre todo, el silencio aparece con gran fuerza expresiva. 

Gracias al Dr. Hira de Gortari recibí un regalo: un cuestionario que forma parte de un proyecto más amplio de la Dra. Jimena de Gortari Ludlow, el Diario Sonoro (Universidad Iberoamericana). Después de contestarlo y reenviarlo a muchas personas en mi directorio empecé a registrar sonidos y silencios durante marzo, abril y mayo. Vale decir que por ser melómano y, sin vanagloria, educado en el terreno de la música, disfruto y dedico mucho tiempo a escucharla, especialmente música antigua y clásica. En consecuencia, soy muy sensible al tema del ruido. Tiende uno a creer que el ruido es insoportable, como la contaminación del aire es irrespirable. La verdad es que, tristemente, soportamos una realidad degradante en la calidad acústica de la vida en las ciudades, por así decir, y más evidentemente en la pésima e insalubre calidad del aire.

Desde tiempo atrás he estado interesado en el fenómeno de la contaminación acústica en la Ciudad de México; por experiencia y en contraste con otras muchas ciudades en el mundo, y gracias a la propia Dra. Jimena de Gortari y a la Dra. Alejandra Moreno Toscano, sabemos que el ruido contaminante es un problema realmente grave en nuestra ciudad. Medir y entender la contaminación acústica; legislar y actuar, por parte de las autoridades, son pasos de un complejo proceso para buscar mejorar la vida en nuestras ciudades, proceso en el que todo ciudadano tiene mucho que aportar. Por añadidura, trabajé por décadas en el Centro Histórico, así que tengo noticia directa y personal de los excesos y de las peores prácticas comerciales, de movilidad y del ciudadano de a pie, que producen un ruido constante y ominoso. Recuerdo haber escuchado a la Dra. Moreno Toscano referir que, a ciertas horas, en una época en las calles de Correo Mayor, con miles de comerciantes ambulantes y una masa compacta de transeúntes (Canetti), el ruido era equiparable al de las pistas del aeropuerto. No sé si es una metáfora. Decibeles al por mayor, en cualquier caso.

He desarrollado, inconscientemente, cierta habilidad para abstraerme del ruido –acaso todos lo hacen, pues sería insoportable de otra manera– y muchas veces logro aislar sus efectos perniciosos. Vecino de la colonia Roma desde hace casi treinta años, tengo una ala improvisada, pero con un buen margen de aproximación, para relacionar los ruidos y sonidos usuales, diríamos, con lo que ocurre en las últimas semanas a partir del confinamiento al que nos tiene obligados la pandemia de coronavirus. 

Casi todos los sonidos que continúan escuchándose han modificado su presencia, volumen y regularidad. Están espaciados y algunos que eran constantes ahora parecen un eco lejano. Desde luego, los horarios son muy importantes. Acostumbro despertar muy temprano (vieja y disfrutable rutina de leer antes del amanecer) así que estoy atento el día completo a este fenómeno sonoro del entorno. Doy por descontado, por el momento, los sonidos intramuros, domésticos, así como los de la música que escucho en un equipo de audio o de un instrumento musical, pues al tener concertista en casa, puedo agradecer a todos los dioses del Olimpo poder escuchar a distintas horas a Bach, Couperin, Purcell, Haendel y un largo etcétera de grandes compositores. Ya en estas obras uno adivina algún trino de aves que surcaron el aire y la imaginación de aquellos compositores. 

Entre los sonidos de la Colonia Roma en estos días aciagos debo empezar a nombrarlos en ese mismo terreno, el musical: el tañido de las campanas de la Sagrada Familia, la iglesia en las calles de Orizaba y Puebla. Es un sonido de una gran pureza, afinado y limpio, que suena en horas bien establecidas, el toque de alba, el ángelus, etc., ahora silenciosas. Este sonido fue muy pronto apagado al cancelarse los servicios religiosos. El cencerro del camión de la basura está emparentado con aquellas campanas, y asumo que cada uno de los empleados de limpieza tiene su estilo para hacer su perentorio llamado. Desde niño, he escuchado pregoneros y vendedores que vocean sus productos y servicios. Casi todos han desaparecido, pero quedan algunos. Recuerdo con especial gusto al pajarero, cuyo primer asombro era una suerte de equilibrio imposible por la alta torre de jaulas que parecía llegar al cielo. Vi en Tulancingo, hace algunos años, un espectáculo singular: un grupo de pajareros cerca del mercado y los cantos cruzados creaban una atmósfera irreal que por un momento apagaba el resto de los sonidos al derredor. 

En estos días he escuchado una sola vez la flauta de pan del afilador, como al final es, a su manera, música de ocasión, aunque siga un patrón repetitivo, el afilador forma parte de la familia de los sonidos musicales de la ciudad, que imita de cierta forma las escalas de los pájaros. Escuché con gran gusto, una tarde, a un trompetista, afinado y talentoso. Gracias al silencio casi absoluto a su alrededor, la pieza de metal sonaba con mucha fuerza y claridad. He escuchado también, una sola vez, en domingo, una banda oaxaqueña que seguramente caminaba por una calle cercana, pues se escuchaba apagada, como con sordina. Un pasaje melódico hermoso, resultado de la hábil destreza de los alientos oaxaqueños. Por su parte, una sola vez he escuchado el silbato inconfundible del carrito (un horno rodante) donde se preparan plátanos y camotes. Muy de vez en vez escucho a niños jugando a la pelota o corriendo en el patio central del viejo y hermoso edificio en el que vivo (que data de 1917). Solo en dos de diez casas hay niños. Así que es tan tranquilo como habitualmente. 

En el aire he escuchado, en estas semanas, muy pocos aviones y un helicóptero que da vueltas como mosca gigante. Este, muy cercano –quizá por el edificio con helipuerto de la glorieta de Insurgentes– y aquellos solo en un rumor mustio. Como no hay tráfico a ninguna hora, es realmente esporádico y fugaz el ruido automotor. He escuchado una vez el llamado, desde una patrulla, a quedarse en casa como mensaje de salud pública; en cambio, están muy presentes las sirenas de las ambulancias. No tanto como en el sismo de 1985, pero sí en forma creciente y a todas horas. Hay sorpresa en ciertos ruidos aislados. Un sonido metálico, un misterioso y lejano ruido difícil de identificar, algunas voces. Pese a vivir en una privada, la notable arquitectura del edificio (obra de los ingenieros Armando Santa Cruz y Benito Ortiz y Córdova) contiene y guarda muy bien los ruidos del vecindario. No tengo vecinos, gracias al cielo y a todo el santoral novohispano, que gusten de fiestas ni de hacer ruidos a deshoras, y la familia de la casa contigua –franceses– es discreta. La mudanza de una pareja de vecinas pasa casi desapercibida.

De la fauna en la ciudad viene lo verdaderamente bueno. Casi no se escucha ladrar a los perros (gracias, Rulfo), y en mi casa el maullido y ronroneo familiar de mi gata Pinta está presente, conozco y me agrada su lenguaje. Con vernos a los ojos sabemos de qué va la cosa. En cambio, una verdadera revelación es el piar y el canto de los pájaros desde la aurora. No es que no estuvieran presentes antes, lo que ocurre es que en el nuevo silencio, equiparable a una sala de conciertos monumental que el Arq. Orso Núñez debe estar disfrutando, aparece un sinfónico repertorio, que me hace revisar el magnífico inventario de cantos de aves de la ciudad de México, preparado por la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, y así intentar identificar la maravilla de voces de un número de pájaros que, en plena primavera, no parece dejar de crecer con su inagotable mensaje de alegría desde las primeras horas de cada nuevo día hasta el atardecer, cuando la algarabía se instala en los árboles, cuyas ramas están muy cerca de las ventanas de mi casa que dan al oriente. Adicionalmente, aprovecho el motivo musical para revisitar y admirar dos ediciones que guardo como un tesoro: Histoire des Oiseaux (François Nicolas Martinet) y Storia naturale degli Uccelli (Buffon-Martinet). La belleza de las acuarelas de Martinet es en sí misma un registro de la gran fantasía que han despertado los pájaros en la historia del arte.

Recuerdo que hace muchos años, en 1983, gracias a la erudición de Elías Trabulse estábamos preparando la exposición Cartografía Mexicana, Tesoros de la Nación, cuyo texto de presentación del propio Trabulse es magnífico y como siempre, erudito– vimos con detenimiento el hermoso libro de Rafael Montes de Oca en el que hay estampas verdaderamente maravillosas de los colibríes de México. Montes de Oca y José María Velasco estuvieron muy interesados en el registro de esa riqueza del aire y de la naturaleza mexicana. En la Biblioteca José Lorenzo Cossío hay un ejemplar de la bella edición de 1963, Colibríes y Orquídeas de México (Rafael Montes de Oca) que fue una iniciativa de doña Carolina Amor de Fournier, quien preparó la edición y el prólogo; la introducción y los textos sobre estas aves se deben a Rafael Martín del Campo.

El silencio de esta época es propicio para disfrutar el canto de las aves y la maravilla de los registros artísticos, en los que Martinet y Montes de Oca nos recuerdan el grandioso sueño al que las aves nos invitan día con día.

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