Boletín FAHHO Digital No. 50 (May 2025)

A cien años del nacimiento del maestro de los sueños

Verónica Loera y Chávez / María Fernanda Bante
Rodolfo Morales, Levantando el mundo, 1996

Rodolfo Morales contaba que su primer viaje en tren lo hizo de su pueblo natal, Ocotlán de Morelos, a la ciudad de Oaxaca; quedó impresionado al ver ese paisaje —que conocía estático— pasando afuera de la ventana de su vagón, en movimiento. Con algo de atrevimiento se podría decir que, a partir de ese día, surgió aquel a quien años después conoceríamos como el maestro de los sueños.

En la tradición oral zapoteca “bacaanda” es el sueño, la ilusión, la aspiración; con los griegos esa misma palabra se personifica como Morfeo; pero a finales del siglo pasado, en Oaxaca, su pseudónimo fue Rodolfo Morales. Estas personalidades comparten el rasgo distintivo de dar forma a los sueños, ya fuera induciéndolo, ya fuera plasmándolo en un lienzo.

De pequeño, Rodolfo descubrió las fábulas de Esopo, las aventuras del Quijote y los versos de Sor Juana, y sus primeros ejercicios de imaginación plasmados en dibujos comenzaron a reflejar, muy seguramente, una hibridación entre los mundos de estos grandes de la literatura universal y la vida del pueblo de Ocotlán. Poco a poco se fueron uniendo a su imaginario sus primeras impresiones de aquello que observaba en sus recorridos a la ciudad de Oaxaca, los cuales sucedieron siendo él muy niño: el asombro —impulso del conocimiento para la filosofía— formó parte de sus experiencias de infancia mientras conocía el mundo y sus colores.

Dejó la escuela porque su madre prefirió educarlo en casa, así evitaría que se contagiara de ideas liberales que, a la postre, él mismo exploraría años más tarde. Puso en práctica su destreza con el papel en el taller de manualidades y dibujo que su madre tenía, donde recibía a las niñas del pueblo. Disfrutaba escabullirse, silencioso, para observar lo que ocurría a su alrededor: escuchaba las conversaciones, contemplaba a las mujeres, y entraba a la iglesia o el mercado para detenerse a admirar cada detalle.

Comenzó a coleccionar tiliches, pero todos con la finalidad de usarlos en algún momento; su vista se llenaba de color al observarlos y guardarlos, seguramente su imaginación volaba maquinando qué podría crear con cada objeto. Cuando era ya grande, en su casa llamaba la atención su gran colección de frascos perfectamente ordenados en la parte superior de la escalera.

Ya hablando de su hogar, podemos recordar una de las habitaciones más bellas: la cocina. Como sacado de un museo, ese espacio reproducía lo tradicional de una cocina mexicana: el azul y el amarillo integrando rombos sobre los azulejos, y cada utensilio de barro —cazuelas, ollas, cántaros de distintos tamaños, tinajas, pucheros, jarras—, de madera —las grandes cucharas para preparar las comilonas, los molinillos para el chocolate, los soportes para los frascos de especias— o de palma —como su colección de tenates, canastas y chiquihuites—, se encontraban debidamente colgados en la pared, todos ubicados por tamaño y categoría. Esta sala de museo instalada en su casa, perfectamente podría ser la paleta de colores que inspiraba su obra.

El realismo mágico es esa corriente artística que define a los artistas latinoamericanos, pero ¿qué elementos de sus obras podrían indicarnos que, en efecto, son realismo mágico? Rodolfo pintaba mujeres que volaban vestidas de novia, o llevando entre sus manos listones que tejían el cuadro; también las vemos sosteniendo o siendo acompañadas por los perros (tan característicos en sus cuadros), convirtiéndose en la cabeza de los cerros, sobresaliendo de las casas, o llevando a cuestas el pueblo de Ocotlán. Él mismo decía que ese carácter onírico, que los especialistas en arte veían en la disposición de cada elemento en sus cuadros, solo era el resultado de lo que observaba todos los días. Para sus ojos, lo mágico en las mujeres que pintaba era la realidad cotidiana, donde él las veía libres y siendo una fuerza en el entorno.

¿Con qué soñaba Rodolfo? Con su tierra y las mujeres ocotlenses. Con los colores, formas, sabores y texturas del mercado; con la iglesia, los cerros, la comida, los perros, el viento, el sol… ¿Con qué nos hace soñar el maestro de los sueños? Con espacios surrealistas: su propia forma de ver el mundo plasmada en cuadros y murales. Todavía más extraordinario es el hecho de que cada pincelada tenía una intención detrás: crear obras maravillosas para convertirlas en un ingreso monetario que le permitiera financiar labores de rescate y conservación de edificios históricos en su querido Ocotlán. De esta forma, el maestro de los sueños hizo tangible una transformación en la realidad cultural oaxaqueña.


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