MIEL Y VINO, HILO Y AGUJA: MARAVILLAS DEL MAGUEY
En 1753, Carlos Lineo (padre de la taxonomía, la clasificación de los seres vivos) eligió el nombre “agave” (del griego ἀγαυός, ‘noble’ o ‘admirable’) para designar a un grupo de plantas americanas que lo impresionaron y que él reconoció como un linaje distinto de las sábilas y aloes de África y Arabia, aunque a primera vista parecieran ser parientes. Después de recorrer las montañas y desiertos del hemisferio occidental estudiando su flora, varias generaciones subsecuentes de biólogos han validado la propuesta de Lineo: los magueyes son, en efecto, un grupo de plantas con una historia evolutiva diferente de sus contrapartes en el Viejo Mundo. Su distribución natural va del suroeste de Estados Unidos hasta Colombia y Venezuela, incluyendo las Antillas. México es el país con el mayor número de agaves y Oaxaca es la región con la diversidad más alta de especies, muchas de ellas endémicas (es decir, que no crecen de manera silvestre fuera del estado).
Los textiles más tempranos conocidos hasta ahora en Mesoamérica (zona que abarca el centro y sur de México y el norte de Centroamérica) parecen haber sido hechos precisamente con fibras de maguey. Se trata de pedazos de mecate y un fragmento de red hechos hace aproximadamente diez mil años que los arqueólogos encontraron en Guilá Naquitz, un resguardo al pie de los acantilados entre Yagul y Mitla, no muy lejos de esta ciudad. Los restos de las cuerdas y la red anudada que aparecieron en el piso de esa cueva son parecidos a los que siguen usando hasta la fecha los campesinos en Oaxaca, como lo ilustran varios ejemplos en esta exposición. No muy lejos de allí, los arqueólogos descubrieron socavones donde se horneaban las piñas de agave para prepararlas como alimento, pero los hallazgos más reveladores fueron los bagazos de maguey cocido, masticado y escupido, que cualquier vecino reconocería como el dulce que se vende todavía los sábados en la Central de Abastos y otros mercados.
La evidencia lingüística confirma la antigüedad de nuestra relación de aprecio hacia esas plantas que nos ofrecen comida, bebida y vestido. Los nombres para los agaves en mixteco (yavì/yau), zapoteco (toba/dojb) y otras lenguas de Oaxaca, así como las palabras en otomí (’uada) y sus parientes en el centro del país, permiten a los especialistas reconstruir la forma como deben haber nombrado al maguey los hablantes de la lengua ancestral de esa familia, que llamamos proto-otomangue. Ese nombre antiguo para los agaves parece haber sido lawai. El mismo método comparativo, estudiando las lenguas emparentadas de Oaxaca y el centro de México, ha permitido a los lingüistas reconstruir un término para red (nau) y otro para ixtle, la fibra del maguey (syiya). Hay que resaltar que los especialistas no han podido reconstruir con la misma certeza un nombre para el algodón, lo cual sugiere que el uso de esa fibra textil fue una innovación posterior al periodo cuando se hablaba el proto-otomangue, al menos cuatro mil años antes de nuestra era. La huella de las palabras concuerda entonces con la evidencia arqueológica para indicar que el arte del tejido tuvo como primer sustento al maguey, y sólo después a otras plantas.
Es apropiado que a esta muestra la abrigue la sala Ixtle (del náhuatl īchtli), bautizada así precisamente en honor a las fibras de agave. Es oportuno, también, que la abramos al mismo tiempo que se exhiben los rebozos de jaspe en la planta baja, toda vez que los teñidos de reserva se anudaban tradicionalmente con ixtle, tanto en México y Guatemala como en Ecuador. El jesuita José de Acosta escribía en 1590 en su Historia Natural y Moral de las Indias que “el árbol de las maravillas es el maguey, del que los nuevos o chapetones [es decir, colonizadores recién llegados de España]… suelen escribir milagros, de que da agua y vino, aceite y vinagre, miel, arrope e hilo, aguja y otras cien cosas”. Hoy día los agaves son mejor conocidos por el mezcal que trae dinero y prestigio a Oaxaca, pero su fibra se sigue trabajando en varias comunidades del interior del estado, como en otras regiones de Mesoamérica, para producir tejidos gruesos que resisten los trabajos más rudos y que pueden ser tan delicados como para evocar la finura de una telaraña. Cuatro siglos después de Acosta, los agaves nos siguen maravillando.