VISITAS AL MUFI
De adolescente (hacia los trecequince años) fui aficionado a la filatelia por influencia de mi padre, de quien aprendí todo lo que sé al respecto. Recuerdo haber comprado la serie completa de los sellos postales dedicados a las Olimpiadas del 68 y coleccionarlos en un álbum especializado. Uno de ellos, el de veinte centavos, fechado tres años antes de los juegos, tenía un error de imprenta: la imagen (una pieza prehispánica del Museo de Antropología) estaba movida: eso le daba un plus de valor al timbre, que atesoré como si fuera un billete de lotería premiado. Iba a las tiendas especializadas a comprar los sellos porque sabía que si ya tenían la marca de haber sido enviados en una carta, su valor bajaba.
Mi padre tenía un don natural para vender publicidad en una revista que él manejaba: Cosmopolitan. A la vez era un pésimo comerciante en otras empresas propias que emprendía: una tienda de tapices, que fue la que más éxito tuvo y que nos dio de comer por algunos años, otra de discos de jazz, que quebró al poco tiempo, y una más, entre las que me acuerdo: una miscelánea en San Miguel de Allende que quiso convertir en un establecimiento gourmet; entre él y su pareja de entonces terminaron comiéndose la tienda y regresaron a la capital con lo suficiente para pagar la gasolina del coche. Antes de que esto sucediera, confiaba en que su colección de sellos postales tendría algún día un gran valor. Luego de un aneurisma que lo dejó sin trabajo, creyó que venderla sería una salvación económica para la familia. Lo que le ofrecieron por tantos años de comprar, clasificar y ordenar su acervo fue una cantidad muy por debajo de sus expectativas. Aun así la vendió con una frustración evidente. Sucede algo similar con quienes tienen una cuantiosa biblioteca que esperan dejar como legado a sus hijos: a la hora de venderla se compra por metro, y un libro, por ejemplo, que costó en su momento el equivalente de trescientos pesos de hoy, pagarán por él cuatro o cinco pesos a lo mucho.
Mi afición por la filatelia duró poco. Mis álbumes se perdieron cuando mi padre se enemistó con su madre y su padrastro: en su casa, donde yo guardaba mi afición por la filatelia, se perdieron, y seguramente fueron a dar a la basura, junto con un álbum de recortes de periódico que había hecho acerca de la muerte de Kennedy en el 63.
Sin embargo, los timbres siguieron teniendo un sentido para mí: me gustaba escribir cartas a varios amigos que vivían entonces fuera de México y a una novia eventual que vivía en León, Guanajuato. Tenía una caja postal cerca del lugar en el que trabajaba entonces: IIISEO (Instituto de Investigación e Integración Social del Estado de Oaxaca), ubicado en el Convento del Carmen, sobre Avenida Revolución. Y por supuesto elegía con qué timbres enviar mi correspondencia. Escribir cartas y recibir respuesta era para mí entonces un gran motivo de felicidad: un diálogo a distancia que podía tardar entre una y tres semanas en completarse.
En el 2012 recibí una invitación por parte de la Editorial Nostra, en convenio con el MUFI (Museo de la Filatelia de Oaxaca), para que escribiera un cuento para niños que tuviera que ver con el tema. Me rehusé al principio porque ya no tenía sentido para mí el intercambio epistolar: las redes sociales habían acabado con ese tipo de comunicación escrita a mano o con una máquina de escribir que no obtuviera una respuesta muy inmediata. ¿Qué niño de hoy escribe cartas de esa manera? Ahora son mensajes, por lo general cortos, y llenos de emoticones con aplausos, corazones, sonrisas, disgustos, pasteles y demás. Sin embargo, alguna musa me advirtió que tenía una deuda con el MUFI y nació la historia de un niño que reprueba el quinto de primaria (algo que a mí me sucedió) y sus padres le prohíben usar la computadora hasta que les mostrara una boleta de calificaciones con un mínimo de promedio de siete, lo que significaba muchos meses por delante. Al personaje le preocupaba una cosa: tenía una amiga por Facebook con la que se comunicaba con ella cotidianamente. Le dijo a su madre: “si no le escribo va a pensar que ya no me cae bien. O que ya me morí”. La respuesta fue natural: “escríbele una carta y mándasela por correo, así de simple”. Y aquí empieza un intercambio epistolar atípico entre dos niños que descubren la importancia de la espera, las imágenes de los sellos. El libro se llama El castigo de Lucas.
Voy con frecuencia a Oaxaca, entre una y cuatro veces por año, gracias a la FILO (Feria Internacional del Libro de Oaxaca), la más festiva y acogedora de todas las que conozco, y otras veces por distintos motivos: invitaciones de maestros o promotores de lectura para dar charlas o talleres, presidir una calenda dedicada a los libros, leer en distintas escuelas o bien por viajes familiares. Y casi siempre la visita al MUFI está en la agenda. Además de poseer una de las más grandes y ordenadas colecciones de filatelia en el mundo, con seguridad es el espacio mejor diseñado para acogerla. Posee una buena cantidad de cartas que Frida Kahlo le escribió a su médico Leo Eloesser, misivas con un gran poder narrativo que la exhiben también como una escritora detallada, amena y llena de una profunda sensibilidad, que no solo muestran sus preocupaciones por su salud sino que dejan al descubierto su amistad. También guarda el MUFI quizás la más amplia compilación de timbres dedicados al beisbol (más de cinco mil piezas), que conjuga dos de las grandes pasiones de su fundador, Alfredo Harp Helú, y la Fundación que lleva su nombre: el deporte de la bola caliente y la filatelia.
Sus exposiciones temporales también sorprenden por su creatividad y pulcra museografía. Al menos habré visto una docena de ellas. Recuerdo una, montada en el 2009, llamada Puentes, librando obstáculos, una colección temática perteneciente a David Braun que incluye, además de sellos postales, otros elementos que dan muestra de su pasión por el tema: desde los puentes naturales, como el Inca de Argentina, formado por la acción erosiva de las aguas, hasta el de Brooklyn, el de Winch en Inglaterra o el Acueducto de Querétaro, por mencionar una minúscula selección de la expo. A pesar de no exhibirse en un espacio muy amplio, alguien como mi amigo Alfonso Morales podría haber tardado muchas horas en contemplarla y fascinarse con ella.
A los veinte años de su apertura (2018), mi esposa Tanya y yo fuimos al MUFI sin saber qué exposición temporal visitaríamos: sabíamos que lo que fuera nos sorprendería: Grand Slam del Arte. Beisbol Filatélico. El proyecto, según lo explica en el catálogo el director del museo, Eduardo Barajas, surgió de una colaboración con los Diablos Rojos del México, los Guerreros de Oaxaca y la Academia de Beisbol Alfredo Harp Helú. Al ver la cantidad de bates y pelotas en desuso de ambos equipos, tuvieron la atinada idea de proponerle a una veintena de artistas, la mitad oaxaqueños, que los intervinieran y que los combinaran con el mundo de la filatelia. Y la convocatoria que hicieron tuvo un gran sentido: hay obras de Francisco Toledo, Alejandro Magallanes, Demián Flores, Pedro Friedeberg, Mauricio Gómez Morín, Alberto Ibáñez, Guillermo Olguín, Joel Rendón, Sergio Hernández y Lapiztola, entre otros. Había que intervenir los bates y las pelotas para convertirlos en arte postal y beisbolero.
Agradecemos a Tanya Huntington, Rose Mary Salum y a la revista Literal Latin American Voices por la autorización de reproducción.