Boletín FAHHO No. 37 (Jul-Ago 2020)

Las aves en la dieta de los antiguos mexicanos*

Cristina Barros / Marco Buenrrostro

Aunque se ha dicho que en la dieta de los antiguos mexicanos escaseaban las proteínas, la verdad es que nuevamente nos encontramos frente a la visión de los colonizadores observando nuevas costumbres y enjuiciándolas a partir de su propia realidad. Es claro que si se comparan las porciones a las que está acostumbrado el europeo con la proteína derivada, por ejemplo de los insectos, fácilmente se puede caer en la simplificación de considerarla escasa. Otro elemento que interviene en el desagrado que puede causar una mirada extraña es la utilización de animales que no está acostumbrado a comer. Los sabores son aprendidos, forman parte de nuestra tradición cultural y solo quienes están abiertos a la aventura y a la exploración de lo nuevo o de costumbres diversas a las suyas, se abren a nuevos sabores. 

Una revisión cuidadosa de las especies comestibles que se mencionan en diversas fuentes muestra la gran variedad de aves que consumían los antiguos mexicanos. Su disposición para utilizarlas, la capacidad de observación para determinar cuáles eran comestibles y cuáles no y el aprovechamiento que debieron hacer de sus huevos muestra que este tipo de alimento estaba presente en la dieta. Y también puede inferirse que se había estructurado un conocimiento en torno a la nutrición, que no por transmitirse oralmente era menos complejo o especializado. 

Bernardino de Sahagún es especialmente prolijo al describirlas. Se refiere, por ejemplo, a que cerca de la “mar del Sur” se cría una “avecilla que se llama yollotótotl, su canto es dulce y suave, su plumaje entre pardo y amarillo […] es de comer”.1 De la provincia de Tuztlan (Los Tuxtlas) y Catemaco es el popocálex que canta “diciendo popocálex a la puesta de sol”, come peces, tiene plumaje pardo y patas coloradas y también es de comer. Lo mismo ocurre con el teuhclitótol y con el ixmatlatótol

De entre las especies de patos muchos eran para comer: el canauhtli, el canauhtli tzonyayauhqui, el conachauhtli y el tlalalácatl, que Sahagún relaciona con los ánsares europeos y que tenían buena carne; también unas especies de grullas llamadas tocuilcoyótl, los cuauchilton de cabeza colorada, pico agudo y pies negros también eran de buen comer. Los sufijos tótotl y canauhtli, respectivamente “pájaro” y “pato”, son muestra de un sistema de clasificación por género. 

En el verano debía escucharse, en los lagos que rodeaban Tenochtitlán, una gran algarabía, pues hasta allí llegaban numerosas aves. Unas llamadas atzitzicuílotl, de muy buen comer y de las que se decía, igual que de los tordos de agua, que en ciertas etapas se convertían en peces; las teniztli, las cuapetláhuac, las cuatézcati, las cohuilzin, similares en color a la codorniz, y las icxixoxouhqui de pies verdes. 

La lista es larga, los plumajes de color y calidades diversas: amarillos oscuro, leonados, blancos con rayas negras, cenicientos, y a veces tan suaves y mullidos que se hacían mantas con ellos. 

Los habitantes de la laguna escuchaban los lenguajes de las aves. Las atapálcatl avisaban cuando habría lluvia, otras auguraban el buen –o el mal– destino y esta relación intensa también les confería propiedades más complejas, como las de la atotoli (de las palabras atl ‘agua’ y tototl ‘ave’, esto es, ‘gallina de agua’) que seducía con malas artes a los pescadores, haciéndolos desaparecer en las aguas. En fin que las aves comestibles de esta lista no son menos de cincuenta, algunas de residencia fija, otras migratorias, incluyendo palomas, huilotas y las cocotli o tortolillas, cuya carne se comía para combatir la tristeza y los celos. 

Afirma Sahagún que en nuestra tierra había gallinas monteses y gallos iguales a los de España: “así en el tamaño como en la pluma como en todo lo demás. Son de muy buen comer”; es el caso de las codornices, zulli. Pero además había gallinas y gallos domésticos llamados totoli e ihuiquentzin “que comen maíz majado cuando pequeños”, bledos y hierbas, los había de muchos colores: blancos, rojos, negros, pardos, con gran papada y gran pechuga, la cabeza azul cuando se enojan y en el pescuezo unos corales colorados, “son de muy buen comer, la mejor carne de todas las aves”. El lector ha adivinado, se trata de nuestro guajolote. 

Guajolote 
Esta ave tan peculiar llamó la atención de los españoles que la conocieron como gallina de la tierra. Bernardino de Sahagún la describe con detalle en el capítulo II del libro undécimo al que titula “De las aves”. Escribe que a las hembras las llaman totolli y a los machos huexólotl. Son aves domésticas, añade, de cola redonda que “tienen plumas en las alas aunque no vuelan”. Cuando son pequeños les dan de comer “maíz majado” y también bledos cocidos y molidos (hojas de amaranto). Menciona que los hay de varios colores: blancos, rojos, negros, pardos, entre otros. Los machos “tienen gran papada y gran pechuga. Tienen largo pescuezo; tienen unos corales colorados: La cabeza la tienen azul, especial cuando se enojan. Es cexunto. Tiene un pico de carne que le cuelga sobre el pico. Bofa, hínchase o enerízase”. Considera que la carne de estas aves es “de muy buen comer, la mejor carne de todas”. 

Hay imágenes del huexolotl o guajolote en diversos códices y también quedó plasmado en la cerámica. En el Códice Laud, que pertenece a las antiguas culturas nahuas asentadas en la cuenca del río Papaloapan, puede verse a una anciana haciendo una ofrenda frente a un perro y un guajolote. Estos dos animales convivieron estrechamente con el hombre y se relacionan con la creación. En ese mismo códice aparece un guajolote de cuyas alas brotan una semilla de maíz, una de frijol y dos de calabaza, las tres plantas básicas de la milpa. 

Esta concepción no se limita a las culturas del centro de México, pues el ave estaba presente desde Nicaragua hasta los límites de Estados Unidos con Canadá. Gordon Brotherston, en el libro La américa indígena en su literatura: los libros del cuarto mundo3 registra que para numerosos grupos étnicos de Estados Unidos, como es el caso de los navajos y los anasazi, el guajolote es el compañero de viaje que lleva los mantenimientos. La semejanza es muy grande, pues además hay textos navajos que describen que el guajolote deja caer semillas de frijol y de dos tipos de calabaza cuando abre sus alas. 

En su Historia natural de la Nueva España Francisco Hernández identifica al huexólotl con el “gallo” de Indias, que algunos llaman gallipavo y conocen todos”. Se difunde por Europa muy tempranamente pues a España llega y hay testimonios que lo ubican en Alemania hacia 1530 y en Francia en tiempos de Francisco I (1494-1547). Los franceses lo conocen como dindon, palabra que proviene de dinde (de Indias), jugando tal vez con el sonido que emite el guajolote. En Italia se le nombró gallus indicus y aparece en un tapiz de 1549, de acuerdo con la investigación de Rosa Casanova y Marco Bellingeri.3 El italiano Castore Durante, en su Tesoro de la salud (ca. 1580) comenta de la carne del guajolote: “En sabor, en bondad y en nutrimento no pierden los pollos de India ante los pollos nuestros; es más, su carne es óptima y candidísima (blanquísima) y supera a todas las demás porque tiene un sabor grato y es sana, por lo que es fácil de digerir, de mejor alimento y de menor derroche”. 

* Fragmentos tomados de Cristina Barros y Marco Buenrostro, El Tlacualero, cultura y alimentación de los antiguos mexicanos. México, Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán/FAHH, 2016. 
1 Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, t.III, México, CONACULTA, 2000. 
2 Gordon Brotherston, La américa indígena en su literatura: los libros del cuarto mundo, México, FCE, 1997. 
3 Rosa Casanova y Marco Bellingeri, Alimentos, remedios, vicios y placeres: breve historia de los productos mexicanos en Italia, México, INAH, 1988. 

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