Boletín FAHHO Digital No. 54 (Sep 2025)

Un cuento pirata en la explanada municipal de San Pablo Huixtepec

Alan Vargas
Función de titireteatro en San Pablo Huixtepec. Fotografías: Daniel Barragán

Julia es una niña a la que solo le interesan la televisión y los videojuegos. Un día, su papá le regala un libro. Julia, a regañadientes, decide abrirlo por la mitad para darle una oportunidad, porque —como explicará después— los comienzos son aburridos y prefiere entrar directamente en la acción. La historia trata sobre un pirata que la invita a una aventura, en la que conocen a una bruja malvada que la convierte en burro. Julia deberá aprender a leer los libros completitos para descubrir que, por medio de la lectura, podrá librarse por fin de esas horribles orejas alargadas.

La función “Cuento pirata” fue presentada por la compañía de titiriteatro Pipuppets en la explanada municipal de San Pablo Huixtepec. Las infancias llegaron acompañadas de sus mamás y papás, cargando a cuestas un tapetito que extendieron sobre el piso, el mismo por donde todos los días atraviesan cientos de personas apuradas por llegar al trabajo o hacer algún trámite en el ayuntamiento. Acto seguido, niñas y niños se acomodaron a pierna suelta para disponerse a disfrutar la función.

De un momento a otro, el centro de San Pablo Huixtepec se convirtió en una sala gigante donde niñas y niños de todas las edades —incluso quienes rebasan la treintena— se agruparon para reír y bailar con la chistosísima función. Lila, acostada en primera fila, se quitó los zapatos y usó a su perrito como almohada. Esteban, su hermano, quien ronda los 13 años, prefirió sentarse con desgana en las sillas dispuestas para los adultos. Da la impresión de que ya está demasiado grande para ese tipo de actividades.

La función comenzó con una dinámica en la que las infancias debían memorizar una serie de gestos corporales y repetirlos cada vez más rápido al ritmo de una canción. Esteban, enfadado y sin levantarse de su asiento, apenas movía los hombros. Poco a poco comenzó a mover también los pies, el torso. Cuando la canción terminó, Esteban ya parecía un muñeco de calenda girando sin control.

Karen, de ocho años, miraba la función y, de tanto en tanto, observaba a su alrededor, incrédula. Cada vez que soltaba una carcajada, volteaba hacia el corredor municipal, donde un grupo de policías descansaban su armamento para observar la obra; el mismo lugar donde pasa todos los días tirada de la mano por su mamá para ir a la escuela.

Cuando terminó la obra, las niñas y los niños hicieron fila para tomarse una foto con los actores. La fila se extendía larga sobre la explanada. Karen fue de las primeras en pasar; ni bien se tomó la fotografía, salió corriendo hacia la biblioteca para poner en práctica lo aprendido. Pidió un libro y volvió a acostarse en su tapete, justo en medio de la explanada: una islita rosa en medio de la amplia superficie gris de cemento, donde no había más niños que ella. Su papá le dijo que pidiera el libro prestado para leerlo en casa, que se levantara porque la actividad ya había terminado. Pero Karen se rehusó, ahí estaba muy cómoda, argumentó sin soltar el libro que le tapaba la cara.


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