Entre surcos y cosechas

Cada mañana, al llegar al huerto del Museo Infantil de Oaxaca, me invade una sensación difícil de explicar. El aire es distinto: huele a tierra viva, a trabajo honesto, a historia.
Para mí, iniciar la jornada es como abrir una puerta a mi alma. Me reciben la tierra húmeda, el sol que recién despierta, las palas que ya están listas y el canto de los loros que perchan en la punta del antiguo ahuehuete. No importa el cansancio ni el frío, porque cada planta que brota, cada semilla que germina, es un pequeño milagro. Hay algo sagrado en llegar temprano, cuando la tierra aún está tibia del sueño nocturno, cuando el rocío borda las hojas como si fueran joyas preciosas. Las plantas me miran en silencio y yo las saludo como a mis viejas amigas.
La estación de trenes que un día fue ruido, prisa y despedidas hoy es pausa, encuentro y cosecha. Cada rincón guarda historias: la semilla que no crecía y al fin brotó, el niño que descubrió el sabor de una lechuga recién cortada, la abuela que por fin conoció el bucle y el hombre que se sorprende al ver que una mujer es la que, día a día, trabaja bajo el sol con las botas llenas de tierra. Pero ¿por qué se sorprende? ¿Acaso es extraño o hay algo malo con que una mujer sea líder en el campo?
La imagen tradicional del agricultor ha sido siempre la de un hombre con sombrero y azadón. Pero detrás de cada cosecha, detrás de cada surco abierto en el campo, hay también una mujer. Porque cuando hablamos de mujeres, hablamos de guardianas de saberes ancestrales que conocen los ciclos de la luna, que escogen las mejores semillas, que crían animales, que saben cultivar sin dañar la tierra. Porque cuando una mujer tiene tierra, tiene poder. Y cuando una mujer tiene poder, florece una comunidad entera.
Muchas veces el trabajo agrícola de la mujer ha sido silenciado, ignorado u olvidado. Se dice que “ayuda en la parcela”, que “acompaña al esposo”, que “cuida los animales”. Pero no se dice que sostiene el campo con su fuerza, inteligencia y amor. Esas mujeres tienen las manos agrietadas por el trabajo, la espalda encorvada debido al peso de la tierra y de la vida, además de un corazón inmenso y silencioso que día tras día se levanta antes que el sol para alimentar a su familia.
Las mujeres del campo han existido siempre, aunque el mundo no haya puesto su mirada en ellas. Son quienes han llevado sobre sus hombros no solo la siembra de alimentos, sino también el cuidado del hogar, de los hijos y, en ocasiones, de la comunidad entera. La mujer campesina no ayuda, trabaja; no acompaña, lidera; no es secundaria, es protagonista y su huerto no solo da frutos: da comunidad, da sentido, da paz.
Hoy, la vieja estación ya no espera el tren. Nos espera a nosotras con la tierra abierta, el alma lista y los brazos del sol abrazando cada brote.