El paraíso de los lectores
Saqueo las bibliotecas públicas y las encuentro llenas de
tesoros hundidos.
Virginia Woolf
En mi primer año como estudiante de la licenciatura en Humanidades, una de mis encomiendas casi cotidianas consistía en reseñar una obra literaria, cualquiera, la que quisiera, la idea era evaluar el nivel de lectura crítica de nosotros, los recién ingresados. En ese entonces comenzaba a leer la obra de Sergio Pitol, autor veracruzano con una cantidad considerable de libros publicados; sin embargo, mi búsqueda se centró en conseguir uno de sus textos tempranos: “Victorio Ferri cuenta un cuento”, que salió a la luz en 1958.
Recuerdo que la primera vez que llegué a la Biblioteca Henestrosa fue en una de esas primigenias búsquedas de libros para hacer mi tarea, y claro, se trataba de los cuentos de Pitol. En ese año, 2011, los buscadores en internet no eran la opción para descargar los PDF; tampoco era viable comprar cada semana un texto diferente: o sobrevivía o compraba libros… ¡Qué afortunados somos al contar con tan maravillosos templos que nos brindan la confianza de compartir sus libros! Lo primero que vi al entrar a ese lugar fue el amplio patio y las plantas flanqueando cada rincón. Durante una hora me perdí entre los libreros, de entrada, buscando el ejemplar que esa semana tenía que leer, luego, me descubrí completamente sumergida en los títulos que se asomaban en el lomo de cada libro… Alguien se acercó a preguntarme si buscaba algo en especial y como sacada de una ensoñación respondí que sí, pero que me diera otro momento porque no quería dejar de ver cada nombre que se me aparecía enfrente. Siempre me he dejado llevar por los títulos cuando de adquirir un libro se trata: si su nombre me dice algo, no importando que sea un ensayo, un poemario, una novela o un estudio historiográfico, me lo llevo. Eso sucedió, saqué de los estantes todas aquellas obras cuyos nombres me atraían.
Sentarme en las mesas largas, con el viento de otoño corriendo por las salas, mientras hojeaba esos libros: antes de eso no había sentido tal confianza en una biblioteca por convivir tan entrañablemente con las joyas que resguarda. Llegó un momento en el que recordé por qué había ido, así que pedí el libro que necesitaba. Diez minutos después, el bibliotecario llegó con tres ejemplares distintos: dos eran antologías que contenían el relato que buscaba y uno más, del que nunca había sabido, me lo mostró como si de un tesoro se tratara: era la primera edición del texto, publicado en la colección Cuadernos del Unicornio —una serie de plaquettes de no más de 24 cm de largo que hace medio siglo dirigía Juan José Arreola—, un ejemplar cuya solapa era color azul desgastado, con un unicornio en la portada dibujado en lo que parece un solo trazo en espiral y las hojas amarillentas por el paso del tiempo, pero aun así no se veían maltratadas. De inmediato dejé los otros libros y me obsesioné con el hallazgo: lo observé detenidamente y no podía creer que tuviera entre mis manos la primera edición de un libro. Mi tarea de ese entonces se centró en hablar de aquel encuentro: ahí entendí que una verdadera lectura comienza con la caminata entre estantes, una prelectura del ambiente, la admiración por el ejemplar y la sorpresa que puede implicar; sentir las hojas desgastadas, el olor a viejo o guardado. Todo ello te prepara para el acto final: leer el texto.
Quizá mi amor por la obra de Sergio Pitol ahora la relaciono con esa familiaridad con la que a partir de ese día identifiqué a la Biblioteca Andrés Henestrosa, un sentir tan íntimo que resonará en mí con el tiempo. De algo también estoy segura: esa intimidad, esa sensación de estar en casa y, a la vez, observando el mundo desde la comodidad de una silla a través de miles de páginas en los libreros, a la sombra de un edificio que tiene ya algunos siglos de pie, es un sentir compartido que día con día los lectores y usuarios de este recinto abrazan fraternalmente. Ya lo decía Borges: el paraíso tiene forma de biblioteca. Es por eso que, en el silencio de las salas de lectura, se puede escuchar el “¡Gracias!” que cada lector murmura en su interior.