Boletín FAHHO Digital No. 32 (Nov 2023)

Una biblioteca para hacer comunidad

Isabel González

Fue bueno volver a entrar
en una biblioteca; olía a casa.
Elizabeth Kostova

Mi relación con las bibliotecas públicas fue un fenómeno tardío. Antes de eso, los libros de mi vida eran los que mamá podía comprarnos a mí y a mis hermanos, los Libros del Rincón que compartíamos en el salón de clases, los regalos de mi tía y los que leíamos para mi abuelo. Tal vez por eso me es fácil recordar que la primera gran biblioteca que accidentalmente visité fue la Andrés Henestrosa. Digo “accidentalmente” porque mi tarea consistía en visitar la Casa de la Ciudad y, estando ahí, el nombre se me presentó como una añoranza: había llegado a “la casa” —la mía y la tuya, la de toda la ciudad— con su propia biblioteca, su patio, sus macetas y sus habitantes discretos. No había ahí sino el ambiente propicio para leer.

Pronto, la Biblioteca se me descubrió como un espacio diverso donde lo que se hacía en silencio también podía concebirse en voz alta: en las salas, los pasillos y los patios se fraguaban ideas, anhelos, proyectos, complicidades creativas. A la Henestrosa no solo se iba a hablar con los muertos, sino también a recrear la palabra viva. Todavía hoy los talleres nos invitan a vivir la Biblioteca sin olvidarnos de lo que la habita y los que viven en las páginas de los libros, para devolvernos a quienes andamos esta ciudad atravesando y atravesados por sus complejidades estructurales, sociales y culturales. En ese devenir, a veces apaciguado y muchas otras caótico, siempre podemos sorprendernos siendo convocados por la Henestrosa para leer libros o hablar acerca de ellos; conversar con los autores; aprender a ejecutar las diversas maneras en que la literatura hace existir las cosas en una página en blanco; actuar como si fuéramos personajes de libros.

Tuve la fortuna de estudiar en un bachillerato de artes y humanidades, de modo que eso que muchos consideraban recreativo o extracurricular —clases de danza, teatro, artes plásticas y música— constituyó mi vida escolar, pobló mi cotidianidad. La forma de vida de mis años de bachiller me condujo a la Biblioteca para convertirla en parte fundamental de mi experiencia estudiantil; y lo que allí sucedía reforzó la idea de que aquello debía ser tan cercano para cualquiera como lo era para mí. Aunque no fue precisamente una sorpresa, cuando ingresé a la licenciatura en Humanidades fue afortunado constatar que la Henestrosa surtía efectos extramuros, pues me encontré con que muchas de esas personas habían iniciado su camino universitario en alguno de sus talleres: escribían cuento, poesía y ensayo, incluso hacían teatro, y leer en voz alta era un momento esperado.

Quizá sea porque decidí no abandonar las humanidades ni esta ciudad, pero no son pocas las personas que conozco cuya vida se haya visto transformada por un taller o un libro de la Biblioteca Henestrosa. Tampoco podría ser diferente, porque tras 20 años de existencia, la Biblioteca ha contribuido a que aprendamos la importancia de socializar lo intelectual sin disociarlo de lo afectivo. Las palabras que resuenan en el silencio de la lectura buscan siempre su eco sonoro en un pensamiento libre cada vez más sensible en su forma de insertarse en el mundo. No se aprende a ser escritor en un taller, ni poeta, ni ensayista, ni dramaturgo; se aprende a no tener miedo de expresarse, a convertir el lenguaje en un medio de autoafirmación y de autoestima para cada uno, y, en consecuencia, para afirmar y estimar la existencia de los otros.

Gracias por hacer comunidad, por permitirnos sumergir las narices en los libros para que el mundo nos dé en la cara, para encontrarnos con los otros.

¡Feliz aniversario, Biblioteca Andrés Henestrosa!


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