Boletín FAHHO Digital No. 23 (Feb 2023)

Estampas y timbres de chocolate

Pablo Soler

En su autobiografía Speak, Memory!, ese hombre —al mismo tiempo típico y extraño— llamado Vladimir Nabokov, cuenta que, una vez que obtuvo el Nobel de literatura, fue interrogado por un reportero norteamericano, quien, con cierta naïveté, le preguntó que qué iba a hacer con la cantidad de dinero que el premio representa. Nabokov le respondió que, cuando era niño, poco antes de la Primera Guerra Mundial y de la revolución bolchevique, hubo unos chocolates suizos, envueltos en suntuosos “oritos”, en los que aparecían bellísimas estampas, imagino que muy al estilo del siglo xix con pagodas, cascadas y hechos de la colonización blanca en África; barcos y animales, mariposas tal vez (Nabokov fue un leoidopterólogo importante). Y continuó el escritor diciéndole al periodista que esa fábrica ya no existía, ni existían esos chocolates o las estampas magníficas que los acompañaban. No recuerdo si agregó que tampoco existía ya su infancia. Y le preguntó al reportero si creía, acaso, que con un millón de dólares se podría restaurar esa fábrica y volver a hacer esos chocolates y volver a poner estampas dentro de sus envolturas, hacer álbumes y regresar a esas sensaciones de absoluto bienestar tras el ansia de abrir el chocolate y ver qué saldría en la estampa.

Mucho —creo— se podría inferir de la anécdota anterior, pero lo que a mí me interesa es este pequeño hecho: los chocolates más finos traían estampas con ellos. No eran timbres propiamente, aunque hay muchísimas cinderellas (una palabra portmanteau que sirve para denominar a todos los timbres no postales) que tienen su origen o derivan de esta práctica. Lo notable, para mí, es que muchas figuras, paisajes, sucesos, conmemoraciones, idealizaciones y toda esta historia “pintoresca” (que en México tuvo su epítome en los cuadernitos de Vanegas Arroyo) apareció en empresas de particulares antes que en los sellos oficialmente emitidos por las autoridades postales. Lo mismo ocurre con la guerra de 1914 a 1918: sus imágenes aparecerán en miles de cinderellas, no pocas de ellas, estampas halladas en los chocolates, y no será sino hasta ya bien entrada la guerra que algunos países (Austria-Hungría, por ejemplo) emitan sellos con paisajes de las batallas o de la flota. Pero, en realidad, generalizando un poco, se puede decir que hasta 1914, y exceptuando los conmemorativos estadounidenses, los de algunas repúblicas americanas y algunas colonias africanas o asiáticas, todos los timbres tenían o cabezas reinantes, o cabezas de políticos y militares, o numerales o símbolos heráldicos, como águilas y representaciones simbólicas de las naciones, o la Britannia sentada de los timbres de Barbados, Mauricio o Trinidad, por ejemplo. Después de la Primera Guerra Mundial esto cambió radicalmente y se amplió el universo descriptivo de los timbres postales conmemorativos al grado de que este universo terminó englobando al de los sellos ordinarios. La representación de los bienes nacionales, de las características históricas, la naturaleza o los hechos de cada nación emisora cobraron una preponderancia enorme dado que los timbres funcionaban —mostrando el pago de una carta o un paquete y dándole paso franco hasta su destinatario— como pedacitos de la nación en cuestión, y fue la gran época, yo la llamaría así, de las presunciones nacionales, misma que, por lo menos en ciertos países, ha terminado o ha ido adquiriendo muchísimos matices.

Pero fue, sí, en los chocolates de la Belle Epóque, tan ansiados por la infancia, que el mundo irrumpió a través de las estampas, antes de presentarse en la realidad.


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